La brújula no ha sido el fuerte de la mayoría de nuestros gobiernos, ciertamente no en la era contemporánea. Pero algunos, como el actual, se vuelan la barda. Desde el fin de la Revolución, hace más de cien años, no hubo un solo gobierno que no haya planteado al crecimiento económico como su objetivo central: unos lo lograron, otros fallaron, pero todos tuvieron el objetivo de elevar los niveles de vida y acelerar la movilidad social. Algunos fueron pragmáticos, otros ideológicos; unos profundos y claros de propósito, otros frívolos y superficiales. Algunos se distinguieron por el empleo de técnicos competentes, otros los despreciaron; algunos fueron (más) corruptos, otros extraordinariamente ambiciosos, pero todos intentaron elevar el producto per cápita de la población. Esto es, todos, excepto el actual. Este gobierno prefirió apostar por la lealtad que le confiere la preservación de la pobreza.
El punto de partida del actual gobierno ha sido que hay que atacar las causas de los síntomas: la desigualdad, la pobreza, la corrupción y la violencia, todos estos síntomas de los problemas estructurales que aquejan a nuestra sociedad. Pero el gobierno optó por cambiar la lógica: nunca se planteó resolver o al menos atacar esas causas, solo los síntomas, que tampoco se han atacado, pero ese es otro asunto. Ahora, en la parte menguante del sexenio, queda el entorno internacional, que igual puede ser benigno que lleno de nubarrones, para lo cual el gobierno nunca se preparó.
Es en esos momentos de transición política que comienzan las discusiones sobre la “viabilidad” del país. Los desajustes -los nuevos y los de siempre- se van acumulando y las preocupaciones crecen: los precios, los empleos, los ingresos, los asaltos, el derecho de piso. Todos y cada uno de estos elementos se apilan creando un ambiente de incertidumbre, el mayor riesgo que cualquier sociedad puede enfrentar, especialmente en momentos de sucesión presidencial.
El momento no es similar al que precedieron a las crisis de las últimas décadas del siglo pasado. México hoy tiene una planta manufacturera destinada a la exportación que constituye el principal motor de la economía y que permite una situación cómoda en materia de balanza de pagos, la principal debilidad en aquellas épocas. Por su parte, las finanzas públicas, aunque en deterioro, no se encuentran en situación catastrófica. Además, no poca cosa, el ingreso real de la población se ha elevado. En una palabra, los gérmenes de las crisis de los setenta a los noventa no están ahí.
Lo que sí está presente es un país que se desintegra ante la incesante violencia y dos realidades dramáticamente contrastantes en el mundo de la economía: el México que está asociado a las exportaciones y el resto. El primero vive en un entorno de certidumbre relativa, productividad y oportunidades crecientes; el segundo depende del primero, pero vive en la incertidumbre, pobreza y corrupción. El presidente López Obrador tenía todas las cartas y habilidades para cerrar esa brecha, pero optó por profundizarla y agudizarla, todo con el objeto de desarrollar una base social dependiente de sus migajas en la forma de transferencias en efectivo y que inexorablemente implican la preservación de la pobreza.
Si algo demuestran los cien años que precedieron al gobierno actual -desde el fin de la Revolución- es precisamente eso que denuesta el presidente de manera sistemática: el deseo de progreso, la aspiración por mejorar y desarrollarse de toda la población. En lo que fallaron (casi) todos esos gobiernos anteriores y que el actual nada ha hecho nada por cambiar es en la falta de instrumentos con que cuenta la población para materializar sus deseos y aspiraciones. Gobiernos van y vienen, pero las causas del lento progreso y de algunas de sus indeseables consecuencias, esas de las que habla tanto el presidente, no se atienden.
La historia de malos gobiernos no nació hoy. En lugar de abocarse a atender las necesidades ciudadanas y crear condiciones para su progreso, nuestra historia está plagada de gobiernos que ignoraron su responsabilidad para crear condiciones para el desarrollo. Nada ilustra esto mejor que el fracaso en construir un sistema efectivo de seguridad (antes producto del peso abrumador del gobierno federal, no de la existencia de un sistema de seguridad funcional), o de la educación, que nunca se concibió como medio para la movilidad social, sino para el control político. ¿Cómo puede tener viabilidad un país cuyas estructuras están enfocadas a otros propósitos? Peor cuando el objetivo es expresamente la preservación de la pobreza, no el desarrollo.
Por supuesto que ha habido presidentes y funcionarios probos dedicados a atender estos fenómenos, pero lo que cuenta no es el momento en que actuaron o sus intenciones, sino el resultado final, ese que determina la calidad de vida de la población. También, es claro que la naturaleza de estos problemas es compleja y que no se pueden resolver de inmediato, pero igual de claro es el hecho que siempre es más fácil la retórica que la acción.
Todo esto recuerda las palabras de Bevan, el líder laborista británico: “esta isla está hecha de carbón y rodeada por peces. Sólo un genio organizacional pudo producir escasez de carbón y de peces al mismo tiempo.”