México no está experimentando un cambio de régimen, sino la reafirmación del viejo. Conscientemente o no, el electorado aceptó el llamado del prócer y votó masivamente a favor de la reconstrucción del viejo régimen. Fue un ejercicio épico de movilización, manipulación, liderazgo y convencimiento que nada tenía que ver con el mundo real, pero si con la realidad, al menos momentánea, de la vida cotidiana de la población. Ahora la presidenta tendrá que lidiar con las consecuencias.
El voto fue real: la población se manifestó masivamente a favor del partido en el gobierno y, especialmente, a favor del presidente, quien sigue gozando de elevados números de popularidad y pretende determinar el futuro del país para las siguientes décadas. Su estrategia electoral, quizá lo único que atrajo su atención fuera de los tres proyectos de infraestructura (cuyo futuro es incierto), resultó exitosa y su decisión de lograr una mayoría calificada, a cualquier costo, fructificó. Todo lo cual no hizo sino evidenciar que el México del siglo XXI se aproxima cada vez más al México del siglo XX. O sea, la misma gata pero revolcada…
Al inicio del gobierno del presidente López Obrador sus personeros insistían en que México experimentaba un cambio de régimen. Lo afirmaban a partir de la noción de que “por fin” se les reconocía un triunfo que, en su lectura, merecían desde hace tiempo. México llegaba a la democracia, decían, porque ellos habían ganado. Todo el resto era mera pantomima.
Sin embargo, en la medida en que fue avanzando el tiempo, el presidente fue minando una tras otra de las instituciones, prácticas y tradiciones que habían caracterizado a la añorada transición democrática que tuvo lugar a partir de los noventa. El pretendido nuevo régimen comenzaba a parecerse más al viejo sistema postrevolucionario que a una democracia consolidada.
Si uno ve hacia atrás, es claro que la transición democrática que se inició formalmente con la serie de reformas electorales a partir de los setenta, pero especialmente con la reforma de 1996, fue liberalizando la política mexicana y, con la creación de un piso parejo, facilitó la derrota del PRI en 2000, abriendo una nueva era para el país. En todo ese trajín, se fueron creando diversas instituciones orientadas a formalizar la política nacional, establecer contrapesos al poder presidencial y, en una palabra, otorgarle predictibilidad a la ciudadanía respecto a las decisiones gubernamentales.
El récord de ese proyecto es mixto. Algunas de esas instituciones resultaron ser extraordinariamente sólidas y reconocidas, otras acabaron siendo menos eficaces o más propensas a ser capturadas por poderosos intereses. Más que nada, todo ese ensamble no fue suficiente para transformar a la economía, elevar las tasas de crecimiento y consolidar un régimen democrático que, efectivamente, rompiera con al viejo modelo postrevolucionario.
Ese contexto fue el que permitió que el presidente López Obrador lanzara una arremetida para destruir instituciones y fortalecerse como presidente, el cambio más importante que experimentó el país en estos años: de una presidencia fuerte pasamos a un Estado débil con un presidente hiper poderoso. De esta manera, el connato de cambio de régimen hacia la democracia que se intentó construir en las pasadas tres décadas acaba retornando al modelo más primitivo del presidencialismo mexicano de la era de la post revolucionaria. Como en el cuento de Hans Christian Andersen, López Obrador hizo evidente que el rey estaba desnudo y que todo ese entramado era tan débil que no pudo resistir el embate presidencial. Si no podía resistir, no servía como contrapeso, demostrando con eso que el viejo régimen seguía, y sigue, tan vivo como siempre.
Pero peor. El nuevo-viejo régimen que el presidente pretende legarle a su sucesora es una estructura débil con un presidente poderoso, más reminiscente de la era del caudillismo post revolucionario que de los años más exitosos del PRI en los cincuenta y sesenta. Peor, en esa era tanto México como el mundo se caracterizaban por sistemas políticos y económicos esencialmente introspectivos, donde un poder fuerte tenía vigencia. Hoy, en pleno siglo XXI, la era de las interconexiones digitales, la ubicuidad de la información y la descentralización de las decisiones, la pretensión de controlarlo todo es, simplemente absurda. Y peor con un gobierno enclenque, por más poderoso que sea el líder: podrá violar la ley y los derechos de las personas, pero no puede hacer posible por sí mismo la prosperidad.
Y ese es el desafío con el que tendrá que lidiar la presidenta Sheinbaum: cómo gobernar un país en el que hay una persona que dejó el terreno minado, un partido propenso a la fragmentación pero enormemente poderoso y una ciudadanía agradecida con el pasado pero extraordinariamente demandante que exigirá los satisfactores que se le prometieron. Todo esto sin contrapesos, que, de existir, limitarían a la presidenta, pero también a los intereses de Morena que sin duda intentarán extorsionarla.
No hay duda que el país experimenta el fin de una era, sobre todo de un sueño, el de la democracia, pero no un cambio de régimen. El viejo régimen sigue tan vivo como siempre, pero ahora con más capacidad de abusar que de construir y resolver.