Lo que está de por medio en esta elección es más que la persona que resulte ganadora el próximo dos de junio. México lleva demasiado tiempo esquivando decisiones fundamentales sobre la forma en que se va a desarrollar y esa circunstancia ha sido producto de la incapacidad e indisposición de las élites gobernantes a lo largo de muchas décadas de asumir los costos, pero también los beneficios, de efectivamente democratizar al país. El resultado han sido procesos interminables de para y arranca, avances sustantivos sólo para ser diluidos -cuando no revertidos- en un gobierno posterior, hasta llegar a la enorme polarización que, como estrategia, adoptó el presidente saliente. Más allá de la retórica inherente a una contienda presidencial, la clave de este proceso radica en asir la oportunidad para construir los fundamentos de un verdadero “salto hacia adelante.” El debate de hoy debería dilucidar quién lo puede promover.
En los albores del fin de la gesta revolucionaria, los ganadores convocaron a la consagración de un gran pacto fundacional que acabó siendo responsable de varias décadas de progreso económico. El éxito de aquella etapa llegó a su límite en los sesenta tanto porque se habían creado nuevas realidades políticas internas como porque el mundo exterior se había transformado. Una población creciente, una clase media pujante y el comienzo del fin de la viabilidad económica del esquema semi autárquico de industrialización forzaron a una redefinición del proyecto económico, circunstancia que tomó casi veinte años en materializarse.
El proyecto liberalizador ha resultado ser extremadamente exitoso, como lo demuestran las exportaciones que hoy sostienen a la economía mexicana, pero no resolvió todos los problemas, como ilustró la elección en 2018 de un político que construyó su carrera denunciando las consecuencias e insuficiencias del proyecto. Y, en efecto, con todos sus atributos, el proyecto económico que sigue funcionando a pesar de todos los obstáculos que se le imponen no podía lograr su cometido de acelerar el desarrollo integral del país porque persisten innumerables intereses que viven (y depredan) del orden previamente existente, haciendo imposible la consecución de un desarrollo político y económico estable por incluyente. No hay mejor ejemplo de esto que la situación de inseguridad y extorsión que padece la mayoría de la población y que el gobierno actual no ha hecho sino exacerbar en lugar de resolver.
Gobiernos han ido y venido, pero no se ha logrado lo que Stefan Dercon* dice que es la clave: no hay una sola manera de alcanzar el desarrollo, pero éste es imposible de lograrse sin la participación comprometida de la sociedad y de sus élites tanto políticas como económicas en la construcción de un nuevo orden político. En México los gobiernos, igual los de corte tecnocrático de los ochenta y noventa que los más políticos de los últimos dos sexenios, se dedicaron a imponer su manera de ver el mundo en lugar de a construir una plataforma de desarrollo a la cual toda la sociedad se pudiera sumar. Prefirieron preservar intereses depredadores ancestrales y privilegiar a los “cercanos” en cada momento antes que negociar acuerdos y democratizar la toma de decisiones. A nadie debería sorprender que el país siga en estado precario por más que partes de la sociedad se sientan satisfechas, independientemente de que viven en un entorno de incertidumbre y violencia.
Dicho de otra manera, lo que está de por medio en esta elección es nada menos que el paso hacia la civilización. WH Auden dice que “La civilización es un equilibrio precario entre la vaguedad bárbara y el orden trivial.” En México nos hemos empeñado en proteger monopolios inaceptables y sindicatos abusivos, políticos corruptos y organizaciones mafiosas. Combatir al crimen organizado o sentar las bases para que la población goce de la mínima libertad de poder salir a la calle de noche se han vuelto temas tabú, políticamente intocables, todo porque no cuadran con los dogmas del presidente actual o con malas estrategias de gobiernos previos. Mientras tanto, que la ciudadanía apechugue. Esto no ocurre, no puede ocurrir, en una sociedad democrática que goza de una vibrante participación ciudadana.
La elección que viene determinará quien nos va a gobernar, pero no cómo se va a gobernar o, incluso, si podrá gobernar. Los problemas se apilan y multiplican: el efecto de la táctica de polarizar y burlarse de la ciudadanía del presidente saliente ha viciado el ambiente y perviven poderosos intereses dedicados a protegerse. Las candidatas tendrían que comenzar a contemplar cómo tendrían que prepararse, y preparar al terreno ciudadano, para tener la posibilidad de, primero, preservar el orden; segundo, enfrentar la violencia e inseguridad; y, por encima de todo, impulsar decididamente el desarrollo del país. Nada de eso sería posible sin el concurso y participación decidida de la ciudadanía en general y de las élites en particular.
El país está convulso y ninguna de las candidatas goza de un gran apoyo popular. Alguna ganará por lógica elemental, pero sólo podrá avanzar en la medida en que convoque al conjunto de la sociedad, algo que no parece estar en sus planes. Si no quieren ser arrolladas, más vale que comiencen a sumar.
*Gambling On Development.