En los tempranos noventa, pasada la caída del muro de Berlín, Enrique Krauze exploraba las implicaciones de esos sucesos sobre los países latinoamericanos, llegando a la conclusión, cito de memoria, que el último stalinista no moriría en la URSS, sino en algún cubículo universitario en América Latina. En lo único que erró fue en la sede: los últimos stalinistas están en el palacio nacional de México y en sus equivalentes en otras naciones al sur del continente. El mesianismo que caracteriza a esta ola de gobernantes y sus séquitos es tardío, aberrante y nostálgico, pero no por eso menos poderoso. Y dañino.
Victor Sebestyen*, historiador originario de Hungría, escribe que “los hombres y mujeres que hicieron la Revolución Rusa querían cambiar al mundo... La intención al principio pudo haber sido derrocar a un zar y una dinastía que había gobernado Rusia durante tres siglos como una autocracia... Pero fue mucho más allá... su fe era nada menos la de perfeccionar a la humanidad y poner fin a la explotación de un grupo de personas -una clase- por otra... El atractivo del comunismo era religioso, espiritual y el partido era la Iglesia... Trotsky escribió: ‘que las futuras generaciones de personas limpien la vida de todo el mal, la opresión y la violencia y disfrutarla al máximo.’ La escala mesiánica de la ambición de los bolcheviques hizo que la escala de su fracaso fuera tan grande e impactante”.
La Unión Soviética no se colapsó porque era una buena idea mal implementada, como muchos socialistas argumentan, sino porque era una mala idea que choca(ba) con la naturaleza humana. Peor, para llevarla a la práctica, los bolcheviques recurrieron a un régimen de terror que consistió, en palabras de Robert Conquest, otro historiador de la URSS, más en una pesadilla que en un sueño. Aunque (afortunadamente) el plan de “nuestros” mesiánicos es menos violento que el de los que los inspiran, la necedad de negar la naturaleza humana está siempre presente en su manera de actuar, como lo ilustra su política de ciencia, los libros de texto y, en general, su visión de excluir a los ciudadanos de las diversas tareas y actividades del quehacer nacional.
Ahora que comienza el ocaso de esta administración, es inexorable evaluar los costos de un proyecto que no cuajó (afortunadamente) porque no empataba con la realidad del siglo XXI, porque no contaba con la creatividad natural del mexicano (el famoso milusos), porque la economía es infinitamente más compleja, profunda y exitosa de lo que el gobierno contemplaba y, por sobre todo, porque era una pésima idea. Además, como ilustra la forma en que se construyeron los nuevos libros de texto -por gente enfocada en preservar una visión del mundo que choca con la realidad que le tocará vivir a esos niños cuando sean adultos, además del afán revanchista- el proyecto ni siquiera tenía un objetivo de desarrollo, sino un mesianismo cuyo único propósito es electoral: que todo mundo, los adultos de hoy y, a través del adoctrinamiento de los niños -los adultos del futuro-, vote por Morena.
El mesianismo del proyecto se evidencia en la expectativa de una transformación cabal sin que haya que hacer nada para construirlo, excepto, quizá, polarizar, descalificar y atacar. El anverso de esa moneda es la pequeñez del objetivo: permanecer en el poder. El contraste entre la retórica maximalista y la vileza del propósito habla por sí mismo.
Pero nada de eso reduce el daño o las consecuencias. Primero que nada, se encuentra la oportunidad perdida: todo el tiempo y recursos que se desperdiciaron en lugar de emplearse en la construcción de un futuro mejor. Luego viene la destrucción -literalmente- de activos como un aeropuerto idóneo a las necesidades de un país que aspira a crecer y disfrutar la vida y, sobre todo, a que sus hijos gocen de la prosperidad que cada vez más mexicanos otean y que demasiados gobiernos han ignorado lo imperativo de allanar el camino en esa dirección (como lidiar inteligente, pero efectivamente, con el crimen organizado, la extorsión y los cacicazgos opuestos al progreso que proliferan sobre todo en el sur del país). Finalmente, quizá el mayor de los daños, está la estulticia de pretender ir contra las probadas recetas para el desarrollo que caracterizan a naciones tan diversas como Canadá, Vietnam, China y España.
México se encuentra en un momento único de la historia de la humanidad: la tecnología ha favorecido la integración económica entre naciones, la geografía nos ha regalado el acceso al mayor mercado del mundo y la geopolítica creó la oportunidad de recibir cientos de billones de dólares de inversiones, con el consecuente potencial de creación de riqueza, empleos y, en una palabra, futuro. Todo lo que falta, como decía el anuncio, es ponernos las pilas para aprovechar el goteo del nearshoring en una cascada de inversiones.
El mesianismo de este gobierno se ha empeñado en cancelar la oportunidad con su estrategia política y su criminal debilitamiento del sector salud y educativo, su ataque al poder judicial y la destrucción de la infraestructura. Lo que no ha destruido es la aspiración a un México mejor y ahí radica la oportunidad real porque esa, en contraste con los otros elementos, no depende del gobierno.
*The Russian Revolution.