“Puedes observar mucho con solo mirar”, decía Yogi Berra, el gran ícono del baseball. Pocas cosas tan aleccionadoras como la forma en que se van conformando las campañas para la presidencia. Los tiempos de sucesión presidencial son momentos excepcionales en que se presentan dos procesos contrastantes: por un lado, se tensan todos los amarres políticos, exhibiendo las líneas de quiebre y las vulnerabilidades institucionales. Por otro lado, son intervalos en que se renueva la esperanza, especialmente de aquellos que aspiran a ser parte de un nuevo gobierno y quienes se encuentran enojados y marginados por el gobierno saliente. Tensión y esperanza son dos elementos potencialmente transformadores, pero solo en la medida en que quien gane tenga la visión y templanza necesarias para trascender la inexorable mezquindad de la contienda para convertirse en una figura de Estado.
Pocos lo logran, pero es inmensa, al menos en potencia, la oportunidad para México en este tránsito de un gobierno fuerte pero dedicado a la polarización, hacia otro mucho más débil pero para el que las circunstancias podrían obligarlo a construir un nuevo andamiaje institucional. Todavía es demasiado temprano para llegar a conclusiones, pero nunca es tarde para especular sobre lo que podría ser.
En un momento de la película La vida de Brian, de Monty Python, los revolucionarios opuestos a los romanos se reúnen para urdir un plan para derrotarlos; ahí, un desesperado John Cleese pregunta, de manera retórica, “¿qué han hecho los romanos por nosotros?”. Muy rápido surge una gran cauda de respuestas por parte de la multitud. Consternado, Cleese replantea su pregunta: “Está bien, pero aparte del saneamiento, la medicina, la educación, el vino, el orden público, el riego, las carreteras, el sistema de agua y la salud pública, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?”. Los romanos, como algunas otras civilizaciones a lo largo de la historia, cambiaron al mundo y abrieron la puerta a una nueva era de desarrollo humano. No espero algo similar del próximo gobierno, pero hay una oportunidad única para cambiar la dirección del país hacia el desarrollo, quizá la primera vez en tres o cuatro décadas.
En términos llanos, una manera de plantear la oportunidad es preguntando: ¿cómo podemos pasar del régimen de los otros datos y “al diablo con sus instituciones” a un régimen caracterizado por una obsesión por el crecimiento y la construcción de un nuevo marco institucional con visión de futuro? Ambicioso, sin duda, pero las circunstancias en que será inaugurado el próximo gobierno podrían crear una oportunidad única para ello.
Después de un gobierno fuerte y polarizante llegará una presidenta -quienquiera que ella sea- en condiciones relativamente precarias. De materializarse las tendencias que hoy observamos, el país de octubre de 2024 (el momento de inauguración del nuevo gobierno) será muy distinto al de la narrativa presidencial de los últimos cinco años. En lugar de dineros abundantes para subsidiar a Pemex y nutrir a las clientelas morenistas, la presidenta se encontrará con un presupuesto agotado, un país enfrentado y un congreso muy diverso. Es decir, el mundo de AMLO habrá desaparecido y con ello la capacidad de imposición. La disyuntiva para la presidenta será muy simple: limitarse a tapar hoyos -puros parches- o negociar un nuevo esquema de relación política con el poder legislativo. Lo primero, la propensión natural de todos los gobiernos mexicanos, siempre es factible, pero el costo de seguir marginando a la mayoría de la población sería incremental. Por otro lado, será única la oportunidad de enfrentar, de manera concertada, problemas básicos de seguridad, federalismo y gobernanza, todos ellos clave para que todo el país comience a enfocarse hacia actividades de alta productividad, crecimiento, certeza y, en una palabra, futuro.
El gobierno actual ha apostado por la preservación de la pobreza como medio para asegurar votos en el presente y en el futuro. Un nuevo gobierno, menos fatuo y vano, debería enfocarse hacia la creación de condiciones para que el país entre en una era de acelerado crecimiento económico, quizá anclado en la circunstancia excepcional que ha producido el llamado nearshoring.
Como ilustra la experiencia de naciones como Corea, China, Estonia y Polonia, el crecimiento acelerado de la economía entraña la extraordinaria virtud de convertirse en el gran igualador, así como fuente de convergencia. Cuando una nación comienza a experimentar tasas elevadas de crecimiento, los grandes obstáculos, esos que implican costos políticos, disminuyen en relevancia en la medida en que la población comienza a ver beneficios y, sobre todo, a percibir la urgencia de sumarse al proceso, exigiendo soluciones a problemas de infraestructura, salud, educación y demás. Es decir, el crecimiento acelerado facilita el rompimiento de trabas al desarrollo económico, a la vez que crea condiciones, incluyendo financiamiento, para hacerlo posible.
El punto es que lo urgente es romper el círculo vicioso que vive el país en la actualidad y eso sólo será posible en la medida en que el nuevo gobierno cree condiciones para lograrlo. Las circunstancias en que llegará al poder lo harán factible. La pregunta es si aprovechará la oportunidad o perseverará en el bacheo inútil.