La democracia es, como tantas otras cosas en la vida, un arte adquirido que evoluciona y se transforma en el tiempo. Inglaterra, quizá la primera nación democrática en el sentido moderno del término, comenzó a construirla con la Magna Carta en 1215. Con menos experiencia, la democracia cobró un súbito auge a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial.
La explicación más común sobre las transformaciones experimentadas en el sur de Europa y América Latina ha sido la llamada “teoría de la modernización”. El concepto fue evolucionando y cambiando a lo largo de las décadas, pero su principio rector era que el crecimiento económico genera presiones políticas y que éstas sólo se pueden contener mediante la constitución de mecanismos de participación política. Bajo esta concepción, los gobiernos -duros y suaves, modernos o tiránicos, civiles o militares- acabaron cediendo el control porque no les quedaba de otra. Es decir, fue la debilidad de sus estructuras la que llevó a la construcción de sistemas democráticos de gobierno.
Dan Slater y Joseph Wong* argumentan que el proceso de transición democrática en Asia ha seguido un patrón muy distinto, quizá la razón del contraste con América Latina en resultados, especialmente en lo económico. Su planteamiento es particularmente interesante para México ahora que nuestro país experimenta una sistemática regresión tanto política como económica.
En contraste con la región latinoamericana, que experimentó procesos de democratización casi siempre en medio de crisis económicas, en Asia fue el éxito del desarrollo económico lo que creó circunstancias propicias para la democracia. El argumento central de Slater y Wong es que los gobiernos desarrollistas (casi todos militares o asociados a estos) que optaron por la democracia lo hicieron deliberadamente y de manera voluntaria no porque enfrentaran riesgos de levantamientos radicales o revolucionarios sino por lo contrario: porque tenían la expectativa, de hecho, la certeza, que el cambio de sistema de gobierno afianzaría la estabilidad y contribuiría a acelerar el desarrollo económico. Es decir, actuaron por fortaleza, no por debilidad o falta de alternativas.
Tan había alternativas, argumentan los autores, que naciones exitosas como China y Singapur optaron por no reformar sus estructuras políticas: “paradójicamente, cualquier régimen autoritario lo suficientemente fuerte como para prosperar bajo la democracia es lo suficientemente fuerte como para retener su poder autoritario en el corto plazo si así lo decide.” Esta perspectiva pone de cabeza la teoría de la modernización porque implica que los gobiernos y las economías son fuertes y, por lo tanto, capaces de decidir sobre la mejor forma de administrarse, circunstancia que fue muy distinta, históricamente, en América Latina.
Pero el factor clave que caracteriza al argumento de estos autores es que, para lograr su exitoso desarrollo económico, naciones como Japón, Corea y Taiwán, y otros menos exitosos como Indonesia y Tailandia, fueron construyendo mecanismos indispensables para el funcionamiento de la economía, especialmente en ámbitos como la burocracia, la seguridad y la justicia. Antes de liberalizar construyeron gobiernos efectivos y eficientes para garantizar el funcionamiento de sus economías, a partir de lo cual construyeron estructuras burocráticas profesionales con autonomía substantiva que les permitían ignorar presiones políticas para realizar sus mandatos respectivos. Habiendo abandonado prácticas patrimonialistas que favorecían la lealtad y la corrupción, “los autócratas de la región liberalizaron porque tenían muy buenas razones para esperar que las organizaciones políticas y económicas más importantes del régimen existente perdurarían e incluso florecerían bajo las nuevas condiciones democráticas.”
En México las reformas iniciadas en los ochenta siguieron el patrón opuesto: fueron una respuesta a la sucesión de crisis económicas que pusieron al gobierno contra la pared. Las reformas fueron producto de debilidad y, lejos de responder a criterios de eficiencia económica, se negociaron para siempre proteger a intereses privilegiados por la coalición política. Cuando vino el momento de negociar reformas políticas, especialmente en los noventa, las estructuras gubernamentales adolecían de los elementos que los asiáticos habían resuelto tiempo antes, comenzando por estructuras burocráticas profesionales y apolíticas, sistemas judiciales efectivos y estrategias de seguridad funcionales. Bajo este rasero, México entró a la era democrática porque no había alternativa (el nivel de conflicto era creciente) y sin contar con una economía consolidada que permitiese garantizar continuidad o, en palabras de los autores, la expectativa de que el país florecería bajo las nuevas condiciones democráticas. El optimismo rebasó a las circunstancias objetivas.
AMLO desmanteló lo poco que quedaba de capacidad gubernamental y más ahora, con la demolición del poder judicial. Difícil imaginar un futuro optimista para su sucesora. Dicho eso, retrocesos democráticos como el que México experimenta hoy no tienen porqué ser definitivos pues, como ilustra Indonesia, la presión ciudadana puede forzar a un gobierno a imitar a los exitosos, no a los perdedores. Ese es el reto.