Orden y desorden, argumenta Robert Kaplan*, es una disyuntiva que no depende de uno, sino de la experiencia vivida. A Inglaterra le tomó 700 años evolucionar de la Carta Magna al sufragio femenino, con muchas luchas por demás violentas en el camino. Las tradiciones democráticas, como ilustró la llamada primavera árabe hace poco más de una década, no se construyen de la noche a la mañana. Los mexicanos que vivieron la época de las crisis financieras desde los setenta tienen una concepción del mundo muy distinta respecto a quienes nacieron en la era de la alternancia de partidos políticos en la presidencia, algo inconcebible en la historia postrevolucionaria, aunque hoy se mire como un suceso natural. Experiencias contrastantes que explican perspectivas distintas sobre la forma en que el gobierno actual conduce los asuntos nacionales.
En las pasadas cuatro décadas, explica Fernando Escalante**, el país experimentó dos grandes evoluciones, ninguna exitosa. La primera evolución entrañó el paso de un mundo de impunidad legitimada que gozaba de apoyo social porque era efectiva y rendía resultados en términos de crecimiento económico y paz social, o sea, gobernabilidad (pero que se acabó porque agotó sus posibilidades), hacia una transición inconclusa fundamentada en formas democráticas y el mercado como factor de organización económica: “la racionalización administrativa de las elecciones y la despolitización de los mercados”. Ese “régimen de transición” tuvo éxito en muchas cosas, pero vino acompañado de consecuencias no deseadas, como desigualdades diversas que no se resolvieron porque nunca se consolidó un sistema de justicia eficaz y el Estado de derecho. En lugar de terminar con el mundo de complicidades e impunidad para construir un fundamento de seguridad y justicia para todos, ese régimen implementó una visión centralista sobre un país cada vez más grande, diverso y disperso para el que las soluciones desde arriba no podían funcionar: en lugar de fortalecerlas, se debilitó a las autoridades locales y se abrió la puerta al mundo de extorsión que hoy se ha generalizado.
La segunda evolución ocurrió recientemente, pero hacia una nueva era de indefinición. “Decir populismo, autoritarismo, regreso del PRI, es decir muy poco. En los hechos hay una retórica aparatosamente estatista y un parejo debilitamiento del Estado… la aspiración a la trascendencia histórica… [que] contrasta con una desconcertante falta de proyecto.” La descripción que hace Escalante explica la opacidad, la manipulación electoral, los nuevos espacios de intermediación, en suma, la búsqueda de devolverle a la clase política márgenes de maniobra impune. El modelo que ha venido construyendo el gobierno actual confronta a la economía formal (que requiere más Estado) con la informal (que requiere más política), pero responde a circunstancias contrastantes en distintas regiones del país y estratos de la sociedad. La contradicción implícita entre estos dos mundos lleva a una creciente responsabilidad en manos del ejército, en paralelo con una disminución sistemática de las capacidades del Estado. Escalante concluye su argumento de manera ominosa, citando a Sciascia, afirmando que se trata del “orden de la mafia”.
Ahora que nos encontramos ante el proceso de sucesión presidencial, la pregunta es qué sigue. Por más que el presidente acelera el paso para intentar darle formalidad a sus preferencias y decisiones a través de una intempestiva serie de iniciativas de ley, es razonable preguntarnos si es sostenible el momento actual, ese orden mafioso al que se refiere Escalante y que, digo yo, se sustenta más en la habilidad de una persona para mantener la atención de la población que en la funcionalidad de su gobierno. ¿Podrá quien lo suceda mantener el statu quo?
Orden y desorden, dos caras de la misma moneda y dos circunstancias contrastantes, ambas siempre presentes en la realidad cotidiana. Quienes viven en la economía formal no pueden evadir numerosos encuentros con la extorsión, impunidad y violencia que aqueja a cada vez más mexicanos; quienes viven en la informalidad confrontan barreras sistemáticas a su desarrollo no sólo por los mismos factores de violencia e impunidad que padece toda la población, sino por las barreras que el mundo formal les impone de manera creciente. El éxito del SAT en empatar transacciones y cerrar cada vez más espacios de evasión fiscal constituye una barrera infranqueable para la informalidad, paradójicamente la base social del presidente.
Vuelvo al comienzo: las experiencias vividas a lo largo del tiempo determinan la perspectiva que cada uno tiene sobre el momento actual. Para quien vivió en la era de crecimiento y estabilidad del desarrollo estabilizador, la violencia e informalidad de hoy resultan ser amenazas intolerables para el desarrollo; en sentido contrario, para quien creció en la era de la alternancia de partidos políticos y la violencia -dos factores lamentablemente indisociables- la noción de crecimiento económico estable y sistemático resulta ser una quimera inalcanzable.
Gane quien gane, el próximo presidente no podrá obviar estos contrastes: tendrá que encontrar una forma de reconciliarlos, un nuevo pacto social que avance hacia la formalización de la vida nacional.
*The Tragic Mind; ** México ayer y ahora (Nexos, abril 2023).