El buen zar es un mito. En la historia hay presidentes buenos y presidentes malos, circunstancia inevitable de la naturaleza humana y de la compleja realidad. Lo que es inaceptable es someter a la población a la posibilidad de que su gobernante sea bueno. La esencia de la democracia no radica en la libre elección de sus gobernantes, por más que ese primer escalón sea crucial, sino en la capacidad de limitar el daño que le pueda infringir a la ciudadanía y al país un mal gobernante.
Bueno o malo, el gobernante es siempre propenso a la tiranía. Voltaire habló del tirano benevolente como la solución a la gobernanza de una nación, pero él mismo atajó esa noción: “el mejor gobierno es una tiranía benevolente atemperada por el ocasional asesinato.” Depender de la bondad de un gobernante implica que algunos no lo serán y que, por lo tanto, el bienestar de la nación estará siempre sujeto a vaivenes y altibajos, como los que han caracterizado a México por demasiado tiempo. Mucho mejor desarrollar contrapesos efectivos que permitan, ante todo, acotar el daño que le pueda endilgar un mal gobernante y, segundo, impedir que el mal gobernante intente imponer como sucesor a otro de su misma estirpe.
En su sentido más fundamental, la democracia es trascendente porque protege al ciudadano del abuso del gobernante al construir mecanismos de contrapeso que limitan el daño que un mal gobernante pueda causar. Es en función de esto que, como escribió el filósofo Karl Popper, la pregunta relevante sobre la democracia debe ser: “cómo debe constituirse el Estado de tal suerte que sea posible deshacerse de los malos gobernantes sin derramamiento de sangre, sin violencia”.
El gobierno que está por concluir su mandato se ha vanagloriado de su extraordinaria capacidad para desmantelar uno tras otro de los mecanismos que se fueron constituyendo en las décadas previas para acotar al poder presidencial y cuyo propósito era conferirle certeza a la ciudadanía. Algunos han aplaudido esas medidas porque veían en la existencia de contrapesos una fuente de obstáculos para el ejercicio del poder presidencial. Y, desde luego, cuando los mecanismos forjados como contrapeso se convierten en obstáculos e impedimentos absolutos (un poco como ocurrió con las dos administraciones panistas), fallan en su cometido.
Pero el otro lado de la moneda, que es el más frecuente en nuestra historia y el que ha caracterizado al gobierno actual, es más pernicioso. El extremo de esto ha sido un congreso que se asume como instrumento del presidente en lugar de concebirse como un mecanismo de equilibrio no para impedir, sino para conjuntamente construir los implementos -como las leyes- para el desarrollo del país. Cuando el presidente le ordena al congreso que apruebe una iniciativa (o que “no le cambie ni una coma”) confirma su manera de entender no sólo la gobernanza, sino a la democracia, como un mero escaparate para la retórica, más no para el funcionamiento cotidiano del quehacer gubernamental.
El fenómeno no se limita a la relación Ejecutivo-Congreso. Lo mismo ocurre en la relación entre el presidente y los gobernadores, llegando al extremo de exigirles que rindan la plaza so pena de someter al gobernante local a procesos criminales. Si está en el fuero del presidente la facultad (de facto o de jure) de iniciar (o detener) procesos penales contra sus enemigos, la democracia y el reino de la ley acaban siendo inexistentes. Así comienzan las dictaduras y las tiranías y por esto es trascendental no debilitar al poder judicial.
El gobierno saliente se ha caracterizado por su contradictoria postura respecto a los poderes públicos. Por un lado, exalta la democracia cuando gana su candidato o se aprueba su iniciativa, pero, por otro lado, ataca a la Suprema Corte por su falta de democracia. En el diseño de separación de poderes que concibió Montesquieu, los tres poderes funcionarían como contrabalanza entre sí: algunos serían electos, otros nombrados. De esta manera, en tanto que el presidente y los miembros del poder legislativo son electos a través del voto ciudadano, los integrantes de la Corte son propuestos por el ejecutivo, pero votados por el legislativo.
No hay sistema de gobierno perfecto, pero, como afirmó Churchill, la democracia es el menos malo. Pero solo funciona cuando existen las estructuras institucionales para anclarla y una ciudadanía que hace suya la responsabilidad de exigir que el gobierno cumpla y haga cumplir la ley.
No existe manera de garantizar que un gobierno será bueno o que el gobernante será benigno y esa es la razón por la cual es indispensable que existan contrapesos que garanticen que un mal gobernante no haga de las suyas. La presidencia mexicana es tan poderosa (sobre todo para quien la sabe explotar), que el potencial de abuso es inmenso, como hemos podido atestiguar en tiempos recientes. Por eso no existe -por eso es un mito- la noción de un “buen” zar.
Quien gane la presidencia en 2024 se encontrará un panorama aciago: división, conflicto, cuentas fiscales al borde del caos y una población a la espera -la espera eterna- de un mejor gobierno. Si en lugar de pretender ser una buena zarina la nueva gobernante se dedica a construir contrapesos efectivos, México avanzará de manera incontenible.