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Gangas
Lun, 18/09/2023 - 08:00

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

En memoria del Dr. Luis Alberto Vargas.

Gobiernos van y gobiernos vienen, pero una cosa siempre permanece: la corrupción. Las personas cambian, pero el fenómeno es perenne. Y México no es excepcional en esto: en su libro sobre Rusia (1976), Hendrick Smith* cuenta que Iván le dice a Volodya: “yo pienso que tenemos al país más rico del mundo”. "¿Por qué?", pregunta Volodya: “porque por casi sesenta años todos han estado robándole al gobierno y todavía sigue habiendo más que robar”. En su libro sobre el colapso soviético, Kotkin** explica cómo la corrupción consumía todo, pero era imposible vivir sin ella. El fenómeno es tan ruso como mexicano y no hay gobierno que se salve, incluido el de los otros datos.

La corrupción, prima hermana de la impunidad, ha sido parte de la vida nacional por siglos, pero no por eso tiene que persistir. La gran pregunta es qué es lo que la hace parte del ser nacional en lugar de una lacra que debe ser erradicada. Parte de la explicación viene de la naturaleza misma del sistema político que emergió tras el fin de la era revolucionaria: el sistema premiaba la lealtad con acceso al poder y/o a la corrupción; la corrupción fue (y es) un componente central, de hecho inherente, al ejercicio del poder. El viejo sistema premiaba con corrupción, el “nuevo” la purifica: la misma gata pero revolcada.

Lo que ha cambiado es el contexto en el que hoy se da la corrupción. En la era de las comunicaciones instantáneas y las redes sociales la corrupción es no solo obvia, sino visible y, por lo tanto, ubicua. Mientras que para el mexicano de a pie la corrupción es un instrumento inevitable de la vida cotidiana (franeleros, trámites, inspectores, policías) que involucra intercambios tanto con funcionarios públicos como con actores privados, uno de los grandes logros de las últimas décadas fue la consagración de un conjunto de reglas confiables para el funcionamiento de las grandes empresas, especialmente en lo relacionado con el comercio exterior. Pero la corrupción más visible y relevante en términos políticos y de la legitimidad de los gobiernos es la del robo en despoblado que ocurre dentro y en torno al gobierno, mucha de ella vinculada a actores privados, aunque no siempre.

Hay dos factores que hacen posible la corrupción en México y que nos diferencian de países como Dinamarca y similares: uno es que el gobierno mexicano fue constituido para controlar a la población y no para, pues, gobernar, y esa diferencia tiene consecuencias fundamentales. Cuando la función objetivo es hacer posible el desarrollo y el bienestar, el gobierno se torna en un factor de solución de problemas; cuando su objetivo es el control, lo relevante es que nadie se salga del huacal. El gobierno promotor procura elevadas tasas de crecimiento y se aboca a eliminar obstáculos para lograr esa misión; el gobierno controlador somete a la población y crea espacios de privilegio, abriendo interminables oportunidades para la corrupción. De manera concurrente, en un gobierno controlador la impunidad se convierte en un imperativo categórico: si se castigara la corrupción ésta desaparecería, eliminando la impunidad.

El otro factor que hace posible la corrupción se deriva del anterior: la legislación mexicana se distingue de la de los países dedicados al desarrollo en que aquellos procuran reglas generales, conocidas por todos y aplicadas de manera sistemática. Aunque los gobiernos siempre guardan márgenes de discrecionalidad, en México las leyes casi siempre bordean la arbitrariedad porque le confieren facultades tan amplias a las autoridades -desde el inspector más modesto hasta el presidente- que acaban haciendo irrelevantes las reglas. El gobierno actual, ese que iba a acabar con la corrupción, ha ampliado ese margen de manera incontenible, al grado en que todo lo que antes eran reglas generales ahora es negociado directamente con el presidente, convirtiéndose en favores que se dan y que, por lo tanto, se pueden quitar. Baste ver la manera en que se “resolvieron” casos como los de los gasoductos, el aeropuerto y las generadoras eléctricas para apreciar las dimensiones del cambio que se ha dado y, por tanto, el potencial de corrupción que se ha abierto donde ya prácticamente ésta se había erradicado.

¿Se podría eliminar la corrupción? La arbitrariedad con que el actual gobierno se ha conducido implica la muy seria posibilidad de que el país vuelva a sus momentos más aciagos. Basta ver a Rusia para apreciarlo: Misha Friedman, del NYT, dice que “la corrupción está tan generalizada que toda la sociedad acepta lo inaceptable como normal, como la única forma de sobrevivir, como un ‘así son las cosas’.” México no es muy distinto.

No cabe la menor duda que la corrupción puede ser eliminada, pero eso pasaría por la eliminación de la discrecionalidad de que gozan nuestros “gobernantes.” Sin eso, seguirá reinando la impunidad…

No hay gangas en este mundo: el progreso requiere un basamento confiable de certidumbre tanto en términos de seguridad para las familias como sobre su patrimonio y esto, paradójicamente, es mucho más trascendente para la población menos favorecida. Los tratados internacionales ayudan, pero las soluciones tienen que ser internas. No hay gangas: se requiere un gobierno que sí entienda cuál es su función nodal.

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