Los problemas se apilan en tanto que la capacidad de respuesta disminuye. Si a esto se agrega la total indisposición del gobierno a encontrar soluciones a los problemas que aparecen (y a los que innecesariamente genera), el potencial explosivo, sobre todo en un año electoral, crece sin límite. Para nadie es sorpresa que problemas como los de inseguridad, criminalidad, corrupción, cobro de piso y conflicto electoral crezcan de manera incontenible. Candidatos asesinados, periodistas desaparecidos, expropiaciones sin la menor advertencia y el incesante ataque a todo aquel que discrepa de la línea presidencial son todos ejemplos del entorno contencioso que caracteriza al país. También son evidencia de la ausencia cabal de gobernanza.
A lo anterior habría que agregar los asuntos cotidianos de gobierno que no funcionan como deberían, desde las escuelas hasta la provisión de agua potable o medicamentos, por citar tres ejemplos obvios. Lo mismo puede decirse de los extraordinarios desequilibrios presupuestales y financieros en que se está incurriendo en el año en curso y que inevitablemente impactarán las finanzas del próximo gobierno.
Si uno acepta la definición convencional de gobernanza del PNUD (“la gobernabilidad comprende los mecanismos, procesos e instituciones que determinan cómo se ejerce el poder, cómo se toman las decisiones sobre temas de inquietud pública y cómo los ciudadanos articulan sus intereses, ejercitan sus derechos, cumplen sus obligaciones y median sus diferencias”) el país no está siendo gobernado ni existe la más mínima comprensión o disposición a construir el andamiaje para que eso ocurra. Si uno agrega que el problema no radica exclusivamente en el hoy y ahora, sino en la planeación y anticipación de las necesidades y retos futuros, el país mantiene la estabilidad realmente de milagro. Y los milagros siempre se ponen a prueba durante los procesos de sucesión presidencial en que el gobierno saliente va perdiendo capacidad de acción, en tanto que el siguiente aún no ha comenzado a enfocarse y organizarse para ello.
Un gobierno sensato que reconociera sus limitaciones buscaría maneras de descentralizar la toma de decisiones para reducir riesgos y elevar la capacidad de administrar los existentes, pero el nuestro se ha empeñado en centralizar todas las decisiones ya no en el gobierno en general, sino en la persona del presidente. El andamiaje institucional que se fue construyendo en las pasadas décadas probó no tener capacidad de responder ante el embate presidencial, pero al menos era un intento por atender este problema nodal. Hoy la única descentralización que existe, si es que así se le puede llamar, es la que se ha hecho al transferir un número creciente de decisiones al ejército.
Recurrir al ejército tiene sentido por la naturaleza vertical de la institución, lo que le confiere capacidad de acción más allá incluso de lo que un gobierno autoritario podría ejercer. Sin embargo, la diversidad y dispersión de las actividades que se le han encomendado hace imposible la consecución de los objetivos planteados. Esto no lo escribo como evaluación de lo que se le ha transferido al ejército, sino como apreciación genérica: nadie puede encargarse de la construcción de toda clase de obras, administrar aeropuertos y líneas aéreas, atender emergencias naturales (como sismos o inundaciones) y la seguridad nacional. La diversidad de responsabilidades es tal que el desempeño es siempre pobre. No por casualidad las naciones en las que el gobierno y sus entidades administraban todo (como el antiguo bloque socialista) acabaron por descentralizarse para poder elevar los niveles de vida de la población. Es decir, es imposible controlarlo todo y, al mismo tiempo, cumplir con lo esencial de cualquier gobierno que es la seguridad física y patrimonial de la población y la creación de condiciones para el progreso económico.
Es claro que estos factores no han sido prioridad (o incluso objetivo) del gobierno actual, pero su ausencia constituye el mayor reto, primero, para el transcurso del año electoral en que estamos inmersos y, segundo, para que el próximo gobierno tenga capacidad de operar y salir adelante. Es fácil perder de vista la trascendencia de estos elementos cuando el presidente cuenta con altos niveles de popularidad a la vez que las variables económicas más visibles (como el tipo de cambio y el precio de la gasolina) se mantienen estables y a niveles políticamente benignos, pero quienquiera que haya observado la evolución del país en las pasadas décadas sabe bien que se trata de factores inestables, cuando no efímeros. En otras palabras, la ausencia de gobernanza no sólo entraña un riesgo para el gobierno saliente, sino también para el país en general justo en el momento más delicado del sexenio: el de la transición del poder.
Max Weber, el sociólogo alemán de inicios del siglo XX, decía que hay tres tipos de autoridad legítima: la carismática, la racional-legal y la tradicional. México ha vivido cinco años de ejercicio carismático del poder, el más inestable de acuerdo con Weber. Al abandonar la responsabilidad de gobernar, el presidente ha cedido el Estado a los criminales y al azar, garantizando con ello que la estabilidad actual sea por demás precaria.