Hay momentos decisivos en la vida de las personas y de los países que determinan el comienzo de una nueva era y la terminación de otra. El próximo dos de junio bien podría ser un momento así. Esto no es bueno ni malo -eso solo el tiempo lo puede determinar- pero sí puede ser definitorio del camino que México siga para su futuro.
Así como en la vida de cada persona hay situaciones que podrían parecer normales pero que, en el tiempo, adquieren un gran significado porque implicaron decisiones que marcaron un rumbo, en los momentos insignes de la historia del mundo hay puntos de inflexión que marcan un antes y un después, aunque esto tome tiempo en poderse discernir.
Los problemas de México son conocidos y, en muchos sentidos, casi ancestrales. Llevamos décadas con gobiernos recurriendo a distintos tipos de estrategias económicas y políticas orientadas a lidiar con retos, de hecho síntomas, de una realidad que no acaba por transformarse del todo: el presidente López Obrador los articuló como objetivos de su gobierno (desigualdad, pobreza, tasa de crecimiento y corrupción) pero, al igual que sus predecesores en el pasado medio siglo, fue incapaz de incidir sobre ellos más que marginalmente y, quizá, de manera meramente efímera. Esos retos siguen ahí y, aunque las candidatas no los expresan de manera igual, su retórica y propuestas los evocan continuamente. Para el votante la pregunta clave es si las ideas y propuestas de quienes aspiran a gobernarnos son susceptibles de hacer una verdadera mella sobre esos desafíos ancestrales y recientes, sobre todo si uno agrega dos que no por (más) recientes son menos trascendentes: gobernanza y seguridad.
El gobierno que tomará las riendas del país el próximo primero de octubre no tendrá canicas para jugar. Más allá de las preferencias políticas o ideológicas de quien gane la justa electoral, el panorama que dejará el gobierno de la cuarta involución será aciago, por decir lo menos: enorme deuda pública, desmedidos compromisos fiscales, rápidamente crecientes pasivos laborales, un sistema de salud colapsado, un tristísimo panorama educativo y, para colmo, violencia, inseguridad y un gobierno incapaz de resolver problema alguno. Independientemente de quien gane, los problemas serán enormes y forzarán a un pragmatismo inexorable.
Pero hace mucha diferencia cómo los pretenda resolver quien gane las elecciones. Y es aquí donde el país enfrenta esa gran disyuntiva, esa “Y” que implica una definición hacia el futuro: por el camino del gobierno o el de la ciudadanía. En un país serio, desarrollado y civilizado, la diferencia sería materia meramente de sesgo, de ligera inclinación de la balanza porque los contrapesos inherentes a la democracia y a un buen sistema de gobierno (o gobernanza) bastan para evitar excesos. Pero en un país tan polarizado que no ha logrado consolidar su democracia o mínimos contrapesos efectivos, los bandazos suelen ser agudos y definitorios.
Precisamente por esos bandazos que han caracterizado a la política mexicana literalmente por siempre es que la población no espera un presidente sino un salvador y los salvadores no suelen ser benignos porque entrañan, por naturaleza, un excesivo poder y esa nunca es una receta para el éxito. En 1996 México formalizó un proyecto de transición hacia la democracia que, aunque trunco, guio a la política por varias décadas. Sin embargo, la propensión a buscar a un salvador ha estado siempre presente: ahí están Fox, Peña y ahora AMLO. Todos querían salvar a México, pero los problemas del país persisten y se agudizan.
A juzgar por las propuestas en boga, la tesitura actual presenta una clara disyuntiva entre un capitalismo abierto y competitivo y un capitalismo controlado por el gobierno. Esta manera de verlo explica por qué existe una diferencia de percepciones entre el exterior y el interior del país: para los operadores de los mercados financieros, agencias calificadoras y otros jugadores del exterior, la palabra operativa es capitalismo, no el adjetivo que le sigue porque ambos garantizan un camino, al menos en sentido conceptual. Para el ciudadano mexicano el contraste es más manifiesto y cristalino: un gobierno que manda y pretende administrarlo y controlarlo todo o un gobierno que crea condiciones para que el país se desarrolle. Es en ese factor donde el país tomará un paso señero que, a la larga, afianzará el camino iniciado por Peña y profundizado por AMLO o adoptará un camino más democrático y liberal.
Los tiempos de campaña extreman la retórica y presentan dilemas categóricos como si se tratara de una confrontación bíblica. Sin embargo, si uno echa una mirada hacia el pasado, México lleva siglos en un lugar similar. Edmundo O’Gorman, el gran historiador del siglo XIX, hablaba del “eje de nuestra historia” como una confrontación entre dos aspiraciones ancestrales: “la necesidad de alcanzar la prosperidad de Estados Unidos” y, al mismo tiempo, “la necesidad de mantener el modo de ser colonia”, lo cual, proseguía, constituye una “disyuntiva entre dos imposibilidades”.
La elección del 2 de junio apuntará con más claridad en una dirección o la otra y por eso es crítico que las candidatas se definan: dónde ven a México hoy y qué clase de país quisieran que llegue a ser. O sea, cómo gobernarían y para qué.