Sarajevo 1914. Gavrilo Princip le dispara al Archiduque Francisco Fernando y su esposa. Un asesinato más, excepto que éste tendría consecuencias inenarrables, comenzando por decenas de millones de muertos. Un evento aparentemente nimio desata fuerzas que luego nada ni nadie puede contener. Así comienzan los grandes cambios: con pequeñas cosas que se acumulan, el viejo dicho de la gota que derrama el vaso. Pero los tiempos son engañosos y las cosas ocurren en sus tiempos, no necesariamente los del reloj político.
2024 marca el periodo de transición constitucional, proceso que encarna dos elementos simultáneos, pero en direcciones opuestas: por un lado, los que se van; por el otro, los que todavía no llegan. Los primeros son conocidos, en tanto que los segundos están por definirse. Para eso son las elecciones y los mecanismos diseñados para llegar a ese momento, comenzando por las campañas mismas, periodo en el que estamos insertos en este momento.
Las campañas tratan sobre los que aspiran a llegar al gobierno y ese periodo, que en nuestro país está excesivamente definido y regulado, está diseñado para que los candidatos se den a conocer y se presenten ante el electorado. En circunstancias normales, los candidatos surgirían de sus propios procesos internos y se abocarían a conquistar los votos por parte de la ciudadanía. La teoría es muy clara, pero en esta ocasión ese proceso ha sido rebasado por las prisas del presidente por intentar ganar la elección meses antes de que ésta tenga lugar y por la forma en que se han dado las alineaciones partidistas.
Las encuestas y otras medidas sugieren que el resultado ya es inevitable, por lo que la estrategia de la candidata del partido gobernante está diseñada para desalentar el voto opositor: para qué perder el tiempo en las campañas y en el día de los comicios si el resultado ya se conoce de antemano, como en los buenos tiempos. Pero el objetivo del periodo de las campañas es precisamente para que los candidatos se presenten ante el electorado, sean conocidos y calados, gestándose con ello una verdadera competencia. Mientras que la candidata de Morena es ampliamente conocida, la campaña es la oportunidad para que el electorado conozca a la candidata de la oposición. El proceso mismo es clave para un resultado creíble que sea consumado y legitimado el día de las elecciones.
El otro lado de la moneda, crítico en este momento por la estrecha vinculación (mucho más que eso) entre el presidente saliente y su candidata, es el que se da en el ámbito de los que concluyen su mandato constitucional este año, desde el presidente y su familia hasta el último de sus colaboradores.
No hay sexenio en el que el grupo saliente no sienta una satisfacción desmedida por los logros de su gestión. Todos y cada uno de los gobiernos del pasado siglo concluyeron con el grupo gobernante seguro de que sus logros -todos extraordinarios, si no es que descomunales- explican su prestigio y su trascendencia histórica. Viéndose al espejo, (casi) todos ellos estaban ciertos de haber hecho el bien, transformado la realidad y concluído sin pasivo o pendiente alguno. Todo ello vindica su sensación de invulnerabilidad, plenamente justificada frente a un dorado futuro. Todos, todos ellos, erraron: unos porque quedaron en la irrelevancia, otros porque acabaron causando crisis descomunales o peor. Algunos, pocos, acabaron en la cárcel. Pero su error más importante fue creer que la fiesta seguiría pasado el día de la entrega constitucional. En eso el sistema político mexicano es no solo ingrato, sino absolutamente brutal: de ahí ese pequeño detalle maderista de la no reelección.
Ensimismados en sus propios mitos y verdades artificiales y artificiosas, los que se van nunca se ponen a meditar sobre los posibles errores que se hayan cometido, los abusos, las víctimas de sus excesos o los agravios que dejaron en el camino, por no hablar de las barbaridades que pudiesen haber causado sus iniciativas. Todos ellos saben, quizá son parte, de eso que Emilio Portes Gil denominó como “las comaladas sexenales de millonarios.” Nada les quita el sueño porque se trata del gobierno más limpio, puro y excepcional de la historia. Como todos los que le precedieron… ¿Cuantos Sarajevos habrán dejado en el camino?
El sexenio que concluye es un tanto excepcional porque su narrativa es tan atractiva y contagiosa, que lleva a que sus integrantes se la crean y se sientan parte de una gran transformación, de esa cruzada que parece imparable y que se potencia por la enorme distancia entre el discurso y la realidad. No hay duda de la popularidad del presidente, pero su sustento es de arena. La única pregunta es cuándo se colapsan esos soportes sin cimientos. Es ahí donde entran los tiempos, que beneficiarán a una u otra candidata, pero inexorablemente será como la rifa del tigre para la ganadora.
Según Voltaire, “la historia nunca se repite. Pero el hombre siempre lo hace”. Quizá por ello pensó Marx que la segunda vez no es más que una farsa, pero México lleva un siglo repitiendo esa historia y los que se van nunca aprenden. La historia de este proceso de sucesión parece inevitable, pero está lejos de haber quedado escrita en los libros de texto. Los que se van se van, pero los que vienen están por definirse.