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Maldiciones
Lun, 28/10/2024 - 08:00

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

“La izquierda política nunca ha entendido que, si le das suficiente poder al gobierno para crear ‘justicia social,’ le has dado suficiente poder para crear despotismo. Millones de personas alrededor del mundo han pagado con sus vidas por pasar por alto esta verdad evidente.” Así lo plantea Thomas Sowell, uno de los estudiosos más agudos en asuntos político-económicos, sobre todo en materia de discriminación, por el hecho de ser negro. Esta circunstancia lo distingue de innumerables intelectuales y políticos y le confiere una gran latitud para hacer preguntas que nadie más se atrevería a hacer o a plantear ideas que contravienen el “sentido común”.

El juicio y sentencia reciente de un exsecretario de seguridad pública ha puesto a todo el sistema político mexicano en el banquillo de los acusados. Aunque el partido en el gobierno intenta sacar raja política del veredicto que ahí surgió, la realidad es que el juicio evidenció a todo México, especialmente a sus gobiernos. Lo fácil es intentar limitar el daño atribuyéndole toda la culpabilidad al individuo que fue motivo del juicio o a su exjefe, pero una observación más cuidadosa revelaría que ese es un pleito callejero de poca importancia. Lo que realmente ocurrió en ese juicio es que se desnudó al sistema político en su conjunto porque éste funciona al servicio del crimen organizado independientemente de quien esté a cargo.

Todo el sistema de gobierno ha sido condenado. Si a eso sumamos la disfuncionalidad que ese mismo sistema tiene para el ejercicio de sus funciones normales y cotidianas, el asunto adquiere otras dimensiones. Baste observar el desequilibrio histórico entre los poderes públicos, ahora exacerbado por la subordinación dominante. Lo mismo se puede decir de la relación entre los gobernadores y la presidencia, todo lo cual alimenta la inseguridad en todo el país.

Vivimos en un país en el que el gobierno es sumamente pesado pero que no ejerce su responsabilidad de preservar la paz y la seguridad de la población a la vez que se avanza el desarrollo económico. Estas responsabilidades esenciales de cualquier gobierno no se cumplen porque todo el sistema es disfuncional o, más bien, porque no fue diseñado para esos objetivos. El sistema fue diseñado para el control de la población, lo que ya tampoco se alcanza dado que, de facto, está dedicado al funcionamiento eficaz del crimen organizado en general y del narcotráfico en lo particular.

El sistema político que persiste se creó luego del fin de la revolución con el objetivo de restaurar el orden -civil y político- y, con ello, promover el desarrollo económico. El sistema fue creado expresamente para conferirle enorme poder al presidente, a quien se le entregaron instrumentos muy eficaces de control y apaciguamiento. El partido, la distribución de puestos y el acceso a la corrupción, fueron elementos centrales al proyecto postrevolucionario.

Gracias a esa estructura es que pudo prosperar el narcotráfico sin daños colaterales. Cuando comenzó el movimiento de drogas por territorio nacional, desde mediados del siglo pasado, todo parecía diseñado para que éste operara: un gobierno fuerte que establecía reglas y era capaz de hacerlas cumplir; narcotraficantes colombianos orientados estrictamente hacia el mercado estadounidense, es decir, sin arraigo local; y, por encima de todo, un entorno propicio para que las autoridades locales -gobernadores, jefes políticos o militares en cada zona- recibieran “compensación” por el servicio de facilitar el tránsito de estupefacientes. Consistente con la normalidad de la corrupción como instrumento de gobierno, el narcotráfico prosperó sin cesar: los funcionarios cambiaban, pero el negocio, y la concomitante corrupción, perseveraban.

Décadas después la situación cambió de manera radical. Primero, por más que Morena intente recrear la vieja presidencia, el país ya se descentralizó; el gran logro de aquella era -el férreo control de la criminalidad- desapareció del mapa y no existe una estrategia, ni siquiera una concepción de lo necesario, para crear un sistema de seguridad coherente con las realidades actuales. La economía es infinitamente más compleja que antaño; los gobernadores, subordinados al presidente como están, no han creado instrumentos para preservar la paz interna o para promover el desarrollo. En suma, el régimen existente no funciona, en tanto retornar al pasado es una noción absurda por imposible e incompatible con las circunstancias de hoy, por lo que la inseguridad y violencia ascienden incontenibles. En una palabra, hay muchos García Lunas que han tomado su lugar en este río revuelto: se ha normalizado la relación entre política y el crimen organizado.

El asunto central es que el país no cuenta con un sistema de gobierno idóneo en tanto que la presidencia es cada día más poderosa. Sin embargo, como dice Sowell en la cita inicial, persiste un séquito de creyentes que considera que lo mejor es seguir fortaleciendo a la presidencia con su propensión al despotismo. El mal es la excesiva concentración de poder; la solución es una presidencia con los atributos necesarios, pero también con contrapesos efectivos, que le impidan a quien ocupe esa función abusar de su poder y destruir a diestra y siniestra sin acotación alguna.

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