La polarización altera todo: desde la forma en que se dicen las cosas hasta la disposición a escucharlas. La polarización destruye el lenguaje, haciendo que términos ampliamente aceptados se conviertan en tramas polémicas, propensas al exterminio de los contrarios. Sumidos en la obsesión por confrontar a los buenos con los malos, se torna casi imposible reconocer terrenos comunes, espacios en que no hay diferencias significativas, donde lo que es común es más grande y sustantivo que lo que distancia y diferencia.
El concepto de sociedad civil ha caído en esa tesitura: presentado como exclusivo de las élites -los conservadores en el nuevo vernáculo- quedan fuera miles de organizaciones de base que no tienen tiempo para pelear títulos pero que representan ciudadanos demandando respeto a sus derechos. La sociedad civil de México es mucho más de lo aparente. Denostarla implica atacar a ciudadanos legítimos que no hacen otra cosa sino luchar por derechos consagrados en la Constitución.
Lo que diferencia a los integrantes de la sociedad civil -concepto acuñado por Aristóteles- no es el nivel de ingresos de sus integrantes, sino la disposición a hacer valer sus derechos, demandar satisfacción a sus reclamos y participar activamente en los procesos políticos y sociales. Desde esta perspectiva, son muchísimas más las organizaciones que, frecuentemente sin título ni registro, representan a la ciudadanía que aquellas que existen de manera formal.
Ahí están las mujeres de Cherán, Michoacán, organizadas para erradicar a los taladores de bosques que les quitaban su fuente de empleo, secuestraran y mataran a sus hijos y esposos. En Santiago Ixcuintla no ha habido un solo secuestro en años gracias a la organización ciudadana. En Monterrey, las hermanas de CADHAC diseñaron un nuevo modelo para los ministerios públicos. En Veracruz y Morelos (Tetelcingo) las familias de desaparecidos se han vuelto expertas en muestras de ADN y en búsqueda de fosas.
Los ejemplos proliferan por todo el país, con distintos grados de éxito, pero el conjunto evidencia la existencia de una sociedad activa, participativa y demandante. Las comunidades organizan eventos y competencias en deportes, cultura, fiestas y tradiciones: todo es un voluntariado, la esencia de la ciudadanía y evidencia natural de sociedad civil. Ni el más avezado de los operadores gubernamentales puede cooptar a una comunidad que se organiza.
El gobierno actual ha procurado agudizar no sólo las diferencias, sino sobre todo las percepciones, objetivo nodal de la narrativa mañanera. Los buenos son el pueblo, los malos son los ciudadanos. El objeto de la mañanera es el “pueblo bueno” que recibe, es pasivo y sólo entiende la lógica del “qué me vas a dar” y “a cambio de qué.” El viejo sistema político desarrolló toda una cultura de intercambio de beneficios por votos, pero el gobierno actual lo ha llevado a un nuevo nivel en el que ya no es necesario el desarrollo económico porque con los “apoyos” se procuran lealtades duraderas. En esta dimensión, el crimen organizado le es más que funcional porque inhibe la participación política, genera miedo y, por lo tanto, anula la propensión, o al menos la posibilidad, de que los otrora integrantes del “pueblo” pasen a asumirse como ciudadanos.
Los ciudadanos son sujetos porque no se quedan cruzados de brazos: sean éstos los huérfanos en ciudad Juárez que obligaron a las autoridades municipales a enfocarse hacia el feminicidio que los había dejado en esa condición, o entidades legalmente constituidas combatiendo la impunidad y la corrupción a partir de los datos, la información dura. Dos caras de una misma moneda. Unas se autodenominan sociedad civil, otras simplemente lo son: defienden los derechos y necesidades de sus hijos en las escuelas, exigen que se atiendan los problemas de seguridad y, en general, responden a la agenda que la realidad les ha obligado a confrontar.
En la interacción entre los buenos y los malos que promueve el presidente ha ocurrido un nuevo fenómeno: mucha gente ha comenzado a descubrir que tiene derechos que antes no identificaba o conocía. Es decir, en su afán por enaltecer a unos a costa de otros, el presidente quizá haya provocado el envalentonamiento de cada vez más mexicanos quienes quizá renieguen y critiquen a las llamadas “organizaciones de la sociedad civil,” pero que son cada día más parte de ésta, al menos en el sentido de su forma de exigir sus derechos.
La promoción de la informalidad como estrategia política abona al fortalecimiento de la población como objeto de favores gubernamentales, en detrimento del crecimiento de la economía en general. El objetivo expreso, incluso consciente, puede no ser el de promover la informalidad (porque ésta no trae beneficios fiscales), pero el efecto es ese: un trabajador informal le debe favores al policía de la esquina, al inspector municipal y, por tanto, a la estructura que con tanto ahínco ha ido construyendo Morena. La expectativa expresa es que esa protección y “apoyos” se traducirá en lealtad permanente y votos, pero nada garantiza que así ocurra.
México se ha partido entre los que jalan y los que esperan ser jalados. Quizá no haya disputa más trascendente que ésta porque de su desenlace dependerá el devenir de nuestro país.