Iba a ser el gobierno que transformaría a México, el gobierno que echaría para atrás los males que caracterizaban al país y que le habían impedido la grandeza que le corresponde. La ambición era grande: sería una transformación del tamaño de la independencia o de la revolución maderista: para qué limitarse con avanzar decididamente el desarrollo del país, el crecimiento de la economía o el bienestar de la población cuando se podía aspirar a LA cuarta transformación. Al final, lo que queda no es más que otro más de los muchos gobiernos mediocres que han distinguido a México: una anécdota más en una larga historia de penas y pocas glorias.
El presidente López Obrador llegó a la presidencia en su tercer intento. Llegó luego de que la ciudadanía agotó todas las alternativas: al PAN y al PRI. En 2018, un electorado exhausto optó por darle el beneficio de la duda al candidato que persistía en su intento por triunfar con la promesa de que corregiría el rumbo y sentaría las bases para una gran transformación. En repetidas ocasiones ofreció que no alteraría el orden institucional, que mantendría proyectos básicos como el aeropuerto y que sería el presidente de todos los mexicanos.
En realidad, México necesitaba (sigue necesitando) un presidente disruptivo que atacara a los grupos e intereses que han impedido que el país se desarrolle de una manera equilibrada. Por la forma sesgada en que se fue desenvolviendo el proyecto reformador que inició en los ochenta, y cuya lógica era no alterar el orden político imperante, el país se saturó de grupos políticos, sindicales y empresariales (y ahora del crimen organizado) dedicados a proteger cotos de caza. Dado que muchos de éstos eran pilares significativos del viejo orden priista, las reformas los habían protegido, tolerado o eludido. En muchos casos, por su capacidad de movilización, especialmente en el caso de algunos sindicatos, había una relación de dependencia (y de amor y odio) respecto a esos intereses. Sólo un actor político hábil y dedicado, y no comprometido con el “viejo” orden, podía desmontar ese entramado para realmente liberar las fuerzas, recursos y capacidades de una sociedad que, en muchos sentidos, seguía dominada y controlada por pequeños cacicazgos, como ilustran los estados de Oaxaca y Chiapas.
Un presidente disruptivo como López Obrador pudo haber sido el gran reformador de México, la persona libre de vínculos con aquellos cacicazgos y, por lo tanto, excepcionalmente capaz de actuar de manera decidida. Pero no fue así. Priista hasta la médula, así fuese de un ancestral partido dominante que hacía tiempo dejó de existir, el presidente no sólo no actuó en contra de esos grupos, sino que los arropó y convirtió en parte de su propia estrategia. Una estrategia dedicada al culto a la personalidad, a la concentración del poder y, pues, a no mucho más.
Es de reconocérsele al presidente que, pudiendo haber hecho un daño monumental, su mayor efecto ha sido el de dividir y polarizar todavía más a la sociedad mexicana. Sin embargo, ahora amenaza con reformas que le darían al traste hasta a lo poco que hizo bien. Exhibió muchas de las falacias que se habían convertido en “mantra” de la endeble democracia mexicana, especialmente las entidades regulatorias y los órganos autónomos, promovió proyectos de dudosa viabilidad en el largo plazo y atacó dogmas arraigados que ameritaban ser desafiados. Es decir, un récord variopinto en el que dominan los grises. Su gestión se abocó a generar popularidad, pero no condiciones para un mayor crecimiento económico, una productividad más elevada o, lo peor de todo, una mayor probabilidad de que el mexicano menos favorecido vaya a tener una mejor oportunidad en el futuro, especialmente por su indisposición a transformar al sistema educativo que tanto le urge al país, a la vez que destruyó el acceso de la mayoría de los mexicanos al sistema de salud. La mediocridad no se hizo esperar, así fuese muy popular. El problema es que no hay nada más efímero que la popularidad.
Hasta hace algunas décadas, México había sido un foco de atención. En alguna época lo fue por sus valientes posturas en materia de política exterior, en otra por haber emprendido importantes reformas económicas. La atención le granjeaba respecto y acceso; ese acceso facilitó la transformación de la economía, especialmente de las manufacturas, llegando a conformar una base exportadora que, junto con la inversión extranjera, sostiene a la economía del país. En una de esas paradojas de la historia, el gran beneficiario de las reformas económicas de las últimas décadas acabó siendo su principal detractor.
En el camino, México prácticamente desapareció del mapa. La incertidumbre respecto a las reglas del juego, la inseguridad y la falta de inversión en infraestructura y el ataque sistemático a quienes son indispensables para el desarrollo del país (como los generadores de electricidad), han provocado la sigilosa salida de innumerables inversionistas y, con ellos, de oportunidades futuras.
Se acerca el final de un sexenio por demás mediocre pero no sin consecuencias, muchas de ellas malas y que, en septiembre, podrían ser letales. Ojalá que la próxima presidenta derive las lecciones relevantes para que su sexenio comience bien y no acabe siendo una mera anécdota -o una gran crisis.