El brebaje es complicado en sí mismo: un electorado insatisfecho, una cultura poco propensa al acuerdo y al respeto de los derechos de terceros y una tradición dedicada a restar más que a sumar. Los últimos años han mostrado lo mejor y lo peor de nuestra primitiva cultura democrática y escasa experiencia en la búsqueda de soluciones. Aunque las encuestas muestran elevada popularidad para los presidentes en turno (todos -menos uno- desde los noventa eran tan populares o más que el actual), el voto desde 1997 ha ido mayoritariamente en contra del partido que detenta un puesto, especialmente gobernadores y presidentes. Un electorado insatisfecho.
Morena y la alianza que ha construido la oposición comparten más características de las que sus integrantes estarían dispuestos a admitir. Eso no es extraño, pues responden a factores de tradición y cultura que son de todos por igual. Morena, como movimiento, incorporó a ciudadanos de una extraordinaria diversidad de orígenes y características; la alianza de la oposición encarna contradicciones históricas por antagonismos que se remontan a la década de los treinta del siglo pasado. Forjar acuerdos y construir mecanismos duraderos, pero sobre todo eficientes para la consecución de sus objetivos (presumiblemente el poder) no resulta sencillo.
Morena lo ha logrado porque cuenta con un extraordinario factor de unidad en la figura del presidente, pero, como ilustra la contienda interna en curso, los factores que dividen son siempre más poderosos que los que unen. En Coahuila Morena fue incapaz de evitar la división y las patadas entre los aspirantes a la candidatura presidencial son más prominentes que sus atributos.
El caso de la alianza es igualmente revelador: aunque la oposición en conjunto ganó más votos en 2021 que Morena, su éxito se debió mucho más a la desilusión y al enojo de una amplia porción de la población urbana que a la habilidad (y disposición) de los partidos a sumar sus estructuras y asegurar que se maximizara su capacidad de movilización. El caso del Edomex es un ejemplo proverbial: ahí la candidata fue nominada por un partido y los otros integrantes de la supuesta alianza esencialmente se desentendieron del proceso.
La diferencia entre las dos coaliciones (porque eso es lo que es Morena) es menos grande de lo aparente. La oposición ha ido perdiendo terreno a nivel estatal por el empuje de Morena con su liderazgo y capacidad de extorsión, pero ahora que Morena es gobierno (en la presidencia y en 23 gubernaturas) sin duda comenzará a experimentar el mismo fenómeno: un electorado insatisfecho. Este proceso se agudizará en la medida en que el factor de unidad en Morena pase a segundo plano.
El punto es que nuestra cultura política no es naturalmente compatible con la democracia. El país lleva varias décadas desmontando las estructuras que hacían funcionar al sistema de partido único, pero no avanzó mayor cosa en la construcción de una nueva forma de gobernar ni en el desarrollo de una ciudadanía capaz y dispuesta a defender sus derechos y hacer valer sus preferencias. Si bien hemos experimentado una severa regresión democrática en estos años, la permanencia del grupo actual será breve, toda vez que no construyó estructuras y andamiajes susceptibles de darle continuidad. La concentración de poder en una persona no constituye una alternativa duradera.
Todo esto sugiere que el país se encuentra en la antesala de una nueva era política, más similar a la vivida en la primera era de la transición política que a la más reciente. Pero con una enorme diferencia: la frustración acumulada de décadas de promesas insatisfechas, salvadores que no lo fueron y tensiones provocadas por un estilo de gobierno efectivo para generar lealtades, pero no para avanzar el desarrollo del país. Un brebaje complicado que exigirá habilidades políticas excepcionales para volver a comenzar… una vez más.
Pero entre el hoy y el momento en que se tenga que atender ese enorme desafío se encuentra un proceso de sucesión que promete ser no sólo competido, sino potencialmente muy conflictivo. Los factores que dividen serán prominentes y la propensión al conflicto todavía más. Ahí se pondrán de manifiesto todas las deficiencias de nuestra primitiva cultura democrática: la dificultad para aceptar una derrota, la incapacidad para sumar con quien triunfe (en las internas y en la constitucional) y la indisposición a reconocer los méritos de los otros. Y, por encima de todo, la mentalidad golpista del grupo en el poder.
El reto para quien resulte nominado por parte de Morena consistirá en sumar a las bases de apoyo que sustentaban la precandidatura de sus contendientes. Se dice fácil, pero ya sin el prócer esto será extraordinariamente difícil. El reto para el candidato o candidata que surja de la oposición radicará en lograr que los partidos que sustenten su candidatura sumen sus estructuras y abandonen una larga y compleja tradición de competencia y antagonismo que se explica por la historia pero que, para triunfar, tendría que ser abandonada de una vez por todas.
El gran avance democrático de México radica en que nadie tiene el triunfo asegurado; su gran déficit reside en que persisten muchas fuerzas e intereses dedicados a erradicar la democracia como forma de gobierno.