Marisol Abarca llegó desde Italia a Santiago de Chile, sin presentar síntomas, pero por protocolo del país, tuvo que empezar a cumplir un régimen sin salidas por 14 días.
El coronavirus (COVID-19) ha afectado a 141 países, y ya se calcula en 118.000 los infectados, de los cuales 4.291 han muerto oficialmente. Una propagación de carácter global que hizo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) tuviera que este miércoles declarar al virus como una pandemia. Y uno de los posibles infectados es una chilena, quien permanece en su casa y debe estar a dos metros de distancia de cualquier persona, en un aislamiento total.
Se trata de Marisol Abarca (59), quien vive en la comuna de Colina (al norte de Santiago de Chile) y que recientemente visitó Europa, específicamente España, Italia, Francia y Portugal. Mala suerte, ya que los primeros dos países están entre los más afectados del mundo por coronavirus. Italia es la segunda nación con más muertes y contagios después de China (donde comenzó el brote).
Antes de su viaje, Abarca tenía una vida normal. Su hijo se encuentra estudiando odontología en Barcelona, por lo que decidió ir a visitarlo en febrero. “El 9 partí a España de vacaciones para estar con él, recorrimos el sur y norte de Francia, Lisboa, Oporto, Sevilla y Granada”, recuerda. En total, estuvo cerca de un mes fuera.
Ahora, que está recluida en su casa, le resuena a Abarca lo que le dijo una amiga de su hijo durante su estadía en Barcelona, frases que intentaban calmarla, no generar en ella una sobrerreacción: “Si esto es lo más normal, es un resfriado que le da a las personas mayores, porque son más débiles y tienen menos defensas”, la convencía.
Ahora, que está recluida en su casa, le resuena a Abarca lo que le dijo una amiga de su hijo durante su estadía en Barcelona, frases que intentaban calmarla, no generar en ella una sobrerreacción: “Si esto es lo más normal, es un resfriado que le da a las personas mayores, porque son más débiles y tienen menos defensas”, la convencía.
Abarca cuenta que en los lugares que visitó el tiempo fue similar. Nada de mínimas desagradables o situaciones inesperadas. Se hablaba del coronavirus en las noticias y del aumento de casos, pero no había una histeria colectiva ni nada por el estilo.
“Fuimos a museos, castillos, sitios turísticos y no se veía nada anormal, salvo que los orientales andaban todos con mascarilla”, relata. Sin embargo, cuando se embarcó de regreso a Chile, comenzó su calvario… Su vuelo, que partía en Barcelona (donde no tuvo ningún tipo de control), hizo una escala en Roma, de aproximadamente tres horas, y ahí todo fue distinto. “En las pantallas de las salidas y arribos ya se veían muchos vuelos cerrados, los que iban hacia Milán, Francia o Barcelona. “Alcancé justo a pasar”, comenta algo aliviada, en referencia a la suspensión de vuelos que existe actualmente desde y hacia Italia.
Al ingresar a la zona de policía internacional del aeropuerto de Roma, a Marisol la hicieron transitar por un lugar acordonado donde le tomaron la temperatura con una especie de pistola que se apunta a la frente. No tenía fiebre, le dijeron, por lo que todo seguía bien por el momento.
El colapso
Tras su breve paso por Italia, Abarca continuó el recorrido a su país. En el avión no se le dio ninguna recomendación especial, pero ella llevaba su mascarilla puesta por instrucciones de su hijo. “Mamá, por favor, cuando pases por Roma, póntela, lávate las manos, usa alcohol, evita el contacto con personas y no converses con nadie”, le había indicado con severidad su hijo, Matías.
Entre los pasajeros, algunos llevaban mascarilla, pero ninguno de los tripulantes. En el transcurso del vuelo, entregaron a todos los pasajeros una hoja titulada “Declaración Jurada para Viajeros para prevenir enfermedades por Coronavirus (COVID-19)”, donde se les preguntaba, además de datos personales, dónde habían estado los últimos 30 días, y si habían presentado algún síntoma como tos, dificultad respiratoria, dolor de garganta, secreciones nasales, fiebre o dolor muscular.
Al aterrizar en Chile, en el aeropuerto Arturo Merino Benítez se demoró en bajar del avión porque al parecer había llegado gente del ministerio de Salud (Minsal). Una vez caminando por los pasillos del terminal, tuvo un primer control de seguridad, donde entregó la declaración jurada, le tomaron la temperatura y le dieron una mascarilla. Ella recibió a cambio un comprobante.
Quinientos metros más adelante, otro control… En total, cuatro o cinco más vendrían, recuerda. En cada ocasión le recalcaban que si tenía cualquier síntoma descrito en el documento debía avisar y dirigirse a un centro hospitalario. Y, además, que el tratamiento, en caso de tener coronavirus, sería gratuito.
Al fin pudo irse a su casa. Al llegar a su hogar, recuerda que le llegó un correo electrónico de su trabajo donde le decían que las personas que habían viajado o venían llegando recientemente de España o Italia debían llamar a “Salud Responde”, una línea 600 gratuita de consejería del Minsal. En principio no quería hacerlo, pero su hija, Carolina (vive con ella), la convenció. Al llamar, le tomaron sus datos personales, tuvo que relatar su itinerario del viaje, con días y fechas exactas, y le señalaron que en dos días más, si no la volvían a llamar, tendría que comunicarse con ellos, porque estaba en “cuarentena” desde ese momento… y de 14 días.
Marisol se puso nerviosa y replicaba que debía ir a trabajar. Agregó que necesitaría licencia, pero la tranquilizaron con que el Minsal había dictaminado que todas las personas que ingresaron al país, a contar del día anterior de su llegada, estaban en cuarentena automática y que no tendrían problemas de corte laboral.
De los 14 días de cuarentena (el período de incubación es cerca de 5,1 días), recién lleva dos, contando el día de llegada, y ya siente que es demasiado.
El encierro
Abarca toma el teléfono y habla con una voz normal, sin evidenciar ninguna tos o algo que signifique un posible resfriado o contagio. Dice que su hija le dejó el celular sobre una mesa, para que ella luego lo tomara. No pueden estar juntas ni tocarse. No ha tenido que tomar ningún medicamento y comenta que le dijeron que debía estar sola en un lugar estable, como su habitación. Su alivio es que, al menos, puede tener la puerta abierta.
De los 14 días de cuarentena (el período de incubación es cerca de 5,1 días), recién lleva dos, contando el día de llegada, y ya siente que es demasiado. Al llegar a casa iba a tener un asado familiar que se tuvo que postergar. Sin embargo, reconoce que su familia ha comprendido la extraña y compleja situación. Están apoyándola, aunque no estén físicamente a su lado. “¡Mamá, está lista tu comida!”, grita Carolina, su hija, avisándole a Marisol que es la hora de la comida, un cariño que fluye a larga distancia. Y con gritos, de habitación a habitación.
Respecto a otras actividades como ir al baño o acceder a la cocina, Marisol relata que puede ir sin problemas, siempre y cuando su hija no esté en ese momento. Se turnan. Por ahora, el mayor inconveniente ha sido tener que faltar al trabajo y poner en pausa el ritmo natural de sus obligaciones.
“Con el resto no he tenido dificultades, ya que no tengo niños acá, ni nada por lo que preocuparme”, aclara. Pero ella sabe que le quedan cerca de diez días aún de esa extraña reclusión domiciliaria, un régimen que la tendrá incómoda, expectante y en cuarentena, siempre atenta y esperanzada de que ni una pequeña tos se atreva a apoderarse de su cuerpo.
Crédito fotografía principal: U.S. Department of State