El electorado mexicano enfrenta hoy un dilema fundamental. Vote como vote cada ciudadano, es imposible minimizar la trascendencia de su sufragio. En estas elecciones se juega el futuro del país y la pregunta central es cómo elevar la probabilidad de que el resultado sea benigno a la vez que se minimiza el riesgo de que no lo sea.
El ambiente político que caracteriza al país en la actualidad es tenso, mitad por la estrategia de polarización que ha impulsado el gobierno que está concluyendo su mandato y mitad por la falta de resultados efectivos para la mayoría de la población por muchos años de promesas, sobre todo la percepción de pocos logros sostenibles y duraderos. Y este último es exactamente el factor que es crucial que contemple el votante en la próxima elección: cómo evitar los enormes vaivenes y altibajos que han sido la característica, más que la excepción, por demasiado tiempo.
En la mitología griega, Ulises, el personaje de La Odisea, enfrentaba un dilema similar cuando iba de regreso luego de haber derrotado a Troya. Navegando en su barco se encuentra ante el gran peligro de tener que transitar entre los dos grandes amagos por parte de Escila y Caribdis, un monstruo de seis cabezas y un remolino monumental, respectivamente, ambos amenazantes.
La amenaza que enfrentamos los mexicanos es, primero que nada, de un exceso de concentración de poder en una sola persona. La historia de nuestro país ilustra esto de manera contundente y, no tengo duda, los ciudadanos nos iremos dando cuenta del enorme costo en que incurrió el presidente saliente y que todos los mexicanos tendremos que encarar. Por ello, más allá de las preferencias que cada uno de nosotros tengamos respecto a las dos candidatas en la contienda, el primer objetivo que la ciudadanía debiera avanzar es el de reducir el riesgo que entraña que una sola persona o grupo concentre tanto poder y el grave daño que eso representa para el país.
El filósofo del siglo XX, Karl Popper, afirmaba que lo crucial es: “¿cómo evitar de la mejor manera situaciones en las que un mal gobernante cause demasiado daño?” En términos electorales Popper habría recomendado un gobierno dividido (que el ejecutivo y el congreso no estén controlados por la misma persona o partido), de tal suerte que disminuya la propensión a abusar en caso de resultar malo el o la gobernante.
Lo anterior implicaría votar por partidos distintos para la presidencia y para el congreso con el objetivo de procurar un equilibrio entre los dos poderes, que es precisamente el propósito de contar con entidades distintas y que se requieran mutuamente. Confiadamente, el próximo congreso habrá aprendido lo absurdo de los años de oposición a ultranza (1997-2012), los de corrupción incontenible (2012-2018) y los de sumisión denigrante (2018-2024) para construir un esquema de cogobierno, en el mejor sentido del término. El peor escenario, igual para una presidente C que para una presidente X, pero sobre todo para la ciudadanía, sería una mayoría en manos del partido que gane la justa presidencial.
Luego viene el voto por la presidencia. También aquí, los votantes tenemos que definir nuestro voto. Algunos ya lo han hecho por convicción, por experiencia, por asociación con el presidente o por rechazo al presidente o a algún partido en lo particular. La verdad es que, por más que las campañas de facto llevan casi un año, nadie conoce bien a bien a las candidatas. Todos hemos visto sus biografías, las hemos escuchado, las hemos visto tropezar y levantarse y nos hemos formado una opinión. Sin embargo, si vemos hacia atrás, es más que evidente que muy pocos de los presidentes del pasado se comportaron y decidieron durante su mandato como prometían o como parecía que gobernarían cuando eran candidatos. Esto último es normal (las circunstancias forjan al personaje), pero también es producto de todo lo que ocultan y que las reglas electorales nos impiden conocer sobre las personas que aspiran a esa chamba tan trascendente.
Es interesante observar el contraste que hay en el exterior y dentro de México respecto a esta contienda. Los artículos que emanan de la prensa internacional, de las calificadoras de crédito o de los inversionistas sugieren que da igual quien gane la contienda porque ambas garantizan la viabilidad del esquema económico vigente. Lo anterior puede resultar verídico o falso, pero refleja factores estructurales (como el TMEC) y el discurso de las candidatas. Pero, para los mexicanos, el dilema tiene que ver directamente con las libertades políticas y los equilibrios y contrapesos dentro del sistema político y del cual se deriva todo lo demás. Los sesgos son distintos, pero sugerentes: lo crucial para los ciudadanos es la certeza física, jurídica, política y patrimonial, todas éstas ignoradas y vejadas a lo largo del gobierno que concluye ahora.
La polarización que hoy existe le impide a muchos mexicanos reconocer que en esto de las elecciones la única certeza que debiera importar es que quien gane la presidencia no pueda hacerle daño a quienes votaron por otra candidata o, por encima de todo, al país. Cada uno tendrá sus preferencias, pero el riesgo de errar es enorme e irreversible. Por eso es crucial apostar por contrapesos efectivos.