Paso a paso, se fue consolidando el proyecto de concentración del poder, ahora entrando en su última fase, con los consecuentes riesgos económicos e inevitable destrucción de civilidad. A muchos les parecerá excesiva esta afirmación, pero la historia demuestra que cuando se concentra el poder en una sola persona -y, peor, cuando esto se hace a través de la descalificación y la alienación- el resultado es un inexorable empobrecimiento del país e, ineludiblemente, de los más pobres, esos que dieron su voto por el presidente que ahora los traiciona.
Comienza el ocaso de un gobierno cuyo proyecto central fue la negación absoluta de la pluralidad que caracteriza al país. El presidente ganó con poco más de la mitad del voto de la población, un resultado excepcional desde que se comenzaron a contar los votos de manera impoluta y profesional luego de la creación del IFE en 1996. Cinco años después, la situación es otra, como lo atestiguan los contrastes entre los potenciales candidatos a sucederlo. Ninguno lo representa de manera cabal y ninguno es capaz de sumar el mismo porcentaje de votación que el hoy presidente logró en 2018. La exclusión de la mitad de la ciudadanía, en adición a buena parte de quienes, sin ser de Morena, le confirieron su voto, presenta ahora su factura en la forma de precandidaturas incompatibles.
El presidente ha creado un mecanismo que aspira a evitar rupturas, a la vez de sumar contingentes disímbolos detrás de un candidato ganador. Objetivo difícil de lograrse a pesar del éxito rotundo que ha tenido en controlar no sólo el debate público, sino sobre todo la narrativa que yace detrás de su liderazgo y la lealtad que le brindan sus bases. El presidente es popular, pero su gobierno es impopular y nadie sabe cómo sumarán o chocarán estos dos factores el día de la elección. La población parece satisfecha de la mejoría en su ingreso real y en el nivel de empleo, pero el país sigue rezagado respecto al momento de su inauguración. En el índice de desarrollo humano de la PNUD, de la ONU, México cayó 12 lugares, equivalentes a diez años de avance previo. Tampoco aquí es obvio cómo impactarán estos dos factores -la mejoría reciente o la pérdida absoluta- en la mente de los electores el día del voto en 2024.
La oportunidad para la oposición, si ésta logra aliarse y montar un frente común, es más que evidente. Primero que nada, la pérdida de apoyo al presidente es real: Morena perdió las elecciones intermedias. La oposición no controla la cámara de diputados porque no fue aliada a la justa electoral, pero eso podría, y debiera, cambiar en 2024. La celeridad con que el partido gobernante ha entrado en el proceso de nominación de su candidato no implica que sea imposible una candidatura alternativa el día de la elección, once meses del día de hoy. Es claramente falsa la noción de que lo único que falta para que se cueza el arroz es que Morena emita su veredicto en la forma de una candidatura.
El ejercicio del poder desgasta y más cuando se tiene tan poco que ofrecer como resultado de la gestión. Los proyectos clave del gobierno siguen inconclusos y es dudoso que logren tener impactos relevantes en la vida de la población. La naturaleza contenciosa del discurso presidencial rinde frutos, pero también aliena y la división resultante se traduce en fracturas que pueden acabar siendo tan trascendentes como los beneficios. Cuando el presidente se impone al exigir “que no le cambien ni una coma” a sus iniciativas manda un mensaje a su base, pero pierde al resto de la ciudadanía. No toda la población es idéntica, sumisa o cabizbaja, y no es nada difícil que, como ilustró el voto en 2021, el presidente haya perdido la mayoría con que ganó hace cinco años.
La embestida contra el marco institucional, los partidos de oposición y las instituciones emblemáticas de la transición emprendida a partir de los noventa, sobre todo contra entidades como la Suprema Corte de Justicia, el INE y el INAI, ha sido irredenta. El objetivo de someter y subordinar ha sido expreso y manifiesto. Pero no ha sido exitoso. La pregunta relevante, a menos de un año del día de la elección presidencial, es si el gobierno actual acabará dejando un país mejor del que encontró. Los datos duros dicen que no; la narrativa que los disputa dice que el país tiene un sistema de salud como el de Dinamarca, que la inseguridad disminuye y la corrupción desapareció. ¿Qué ganará: la realidad o la ilusión? Otro imponderable.
La realidad abruma, y más cuando, a pesar de las percepciones, no hay proyecto susceptible de arrojar mejores resultados. Malcolm X, un activista de los derechos humanos, escribió que “el patriotismo no te puede cegar tanto como para impedirte enfrentar la realidad. Lo malo es malo, no importa quién lo haga o lo diga.” La ciudadanía tendrá en sus manos la oportunidad, y la responsabilidad, de decidir qué gana: la realidad o la percepción pasajera. El problema no es el gobierno, siempre pasajero, sino el impacto sobre la población, siempre permanente. Los meses que quedan pondrán a prueba a este binomio todos los días.
Hoy todo parece claro, pero faltan muchos meses para el final. El primer ministro británico Harold Wilson dijo que, en política, una semana es toda una vida. Once meses son una eternidad.