Una de las peculiaridades de los regímenes populistas es el empeño en hacernos creer que la historia del país comienza con su entronización en el poder. Para ellos, el pasado en Bolivia, que abarca los períodos colonial y republicano, fueron épocas sólo de barbarie e injusticia y que, si hubo alguna excelencia en las artes o en otra manifestación de la cultura, ésta habría sido sólo un instrumento para negar la inclusión de todos, especialmente de los llamados originarios. Esta visión deformada se expande y es frecuente que se juzgue el pasado con ojos del presente.
Que en esos períodos hubo una historia de injusticias y abusos, ¿quién podría negarlo? Injusticias y abusos que, a su turno, fueron parte del poder absolutista precolombino y, ciertamente, del colonial. Pero también, aunque ahora haya empeño en negarlo, en ese mundo de luces y sombras, hubo despertares y avances. Bolivia, como otros países de Iberoamérica, pertenece a esas sociedades que han heredado valores, costumbres, instituciones, religión y lenguas que, en notable sincretismo, han forjado nuestras naciones. En cada manifestación cultural se mezcla lo prehispánico, lo colonial, lo occidental y lo republicano. Danzas, música, vestimenta y hasta leyendas comparten orígenes, creando el carácter diverso de nuestro pueblo. Tenemos, ciertamente, un rico folclore que se nutre de Los Andes y de lo que trajo el poder colonial.
Negar que hubo -y que hay- un arte boliviano mestizo entroncado con las culturas nativa y occidental es, por lo menos, irresponsable y deshonesto. Hay muchas muestras del sincretismo cultural, comenzando con Francisco Tito Yupanqui (1550-1616), un aimara católico, evangelizado por los dominicos, que esculpió la imagen de la Virgen de Copacabana, una de las más importantes devociones marianas de Bolivia; y el soldado indígena y poeta en quechua, Juan Walparrimachi (1773-1814), patriota que luchó por la independencia del Alto Perú. Por supuesto que hay muchos otros ejemplos de ese sincretismo cultural, como los pintores Leonardo Flores y el Maestro de Calamarca.
Por eso, si es verdad que “los pueblos que olvidan su historia están obligados a repetirla” (atribuido a Cicerón, 106 a.C.-43 a.C.), se comprende mejor que haya intentos de refundarlo todo y comenzar de cero, cultura incluida.
Lo que sí tiene mucho de ajeno es seguir los pasos de la aventura nazi que veía a su Tercer Reich -que pretendidamente duraría mil años- como un mundo nuevo, reservado para la pureza aria. Lo otro -instituciones y cultura del pasado- era lo opuesto a su sueño de dictadura eterna. En la edificación del imperio nazi, todo lo anterior era considerado decadente. Los parecidos con lo que ahora vemos, son evidentes.
Bolivia, como casi toda Latinoamérica, le debe mucho a su pasado prehispánico y a la cultura occidental. Una y otra vertiente, reunidas, son raíces comunes de nuestra patria. Pretender que se desconozca una de las vertientes de nuestro acervo cultural, es negar el enorme aporte de los que forjaron un Estado diverso.
Al fin, estos intentos del populismo en deformar el pasado, prueban que “la historia no es historia, a menos que sea la verdad” (Abraham Lincoln).