La calle ha servido. Fue insuficiente que algunos levantaran la consigna de Asamblea Constituyente en 2009, con la campaña presidencial de Jorge Arrate. El horno en ese momento no estaba para bollos. Sin embargo, con las movilizaciones de 2011 creció el hambre por la transformación del país. El centro fue la educación, pero había que financiarla y emergió la necesidad de una reforma tributaria e incluso la recuperación del cobre para la nación chilena. La ciudadanía se dio cuenta de que esos cambios, para que se hiciesen efectivos, requerían de un régimen político sin restricciones, fundado en una nueva Constitución. El duopolio político no podía cambiar el país.
Durante sus 20 años de gobierno, la Concertación no tuvo voluntad de hacer transformaciones. Se acomodó a la institucionalidad impuesta por Pinochet. Se benefició de ella. Muchos de sus dirigentes ingresaron a los negocios de los grupos económicos; otros hicieron del Parlamento y de los cargos públicos su vida laboral. Así las cosas, se mantuvo la Constitución de 1980. Lagos le introdujo algunas modificaciones cosméticas, incluida su propia firma, y con ello apostó a su validación.
Hoy día resulta que no sólo los críticos del modelo económico y del régimen político demandan una nueva Constitución. Han aparecido figuras destacadas de la Concertación que también se pronuncian en su favor, y algunos la quieren con Asamblea Constituyente. La hegemonía cultural que se impuso por largos años en el país está siendo cuestionada. La aceptación del orden impuesto por Pinochet-Guzmán, esa hegemonía cultural que disciplinaba a la sociedad chilena, convirtiéndose en el custodio superestructural de los intereses de la clase dominante, se encuentra en crisis.
La protesta estudiantil comenzó con la educación, pero se extendió a muchos otros ámbitos de la sociedad chilena. Quizás lo más discutido en el último tiempo es el régimen electoral binominal, que discrimina manifiestamente a favor de las dos primeras mayorías políticas, impidiéndole a los ciudadanos ejercer su representación mediante nuevas alternativas, frescas, más jóvenes.
Estas realidades ineludibles son las que han desembocado en propuestas a favor de una nueva Constitución. Los defensores de lo existente, los conservadores, depositan en el Parlamento las eventuales reformas, e incluso un cambio completo a la Constitución de 1980. Pero han crecido las nuevas voces, los transformadores, ahora incluso dentro de los partidos de la Concertación, que demandan una Asamblea Constituyente.
Michelle Bachelet, la presidenta electa, se ha ubicado del lado de la institucionalidad actual, la que instaló Pinochet con la Constitución del 80 y que luego, con su firma, respaldó Ricardo Lagos. En su propio programa señala: “El logro de una Nueva Constitución exigirá de todas las autoridades instituidas una disposición a escuchar e interpretar la voluntad del pueblo. La Presidencia de la República y el Congreso Nacional deberán concordar criterios que permitan dar cauce constitucional y legal al proceso de cambio”.
La candidata de la Nueva Mayoría (antes Concertación) no debiera olvidar que el Poder Constituyente radica en el pueblo. Y su voluntad soberana puede darse la organización jurídica y política que más le convenga. El pueblo elige directamente una Asamblea Constituyente y esta es la que debe decidir, libre y soberanamente, el nuevo pacto de derechos y obligaciones ciudadanas.
La Asamblea Constituyente se encuentra por sobre la actual institucionalidad. Este mecanismo no le pertenece a los partidos políticos, ni al Parlamento o a algún otro poder del Estado, sino sólo a los ciudadanos. Estas razones se hacen aún más poderosas en nuestro país con la existencia del régimen que ha duopolizado las decisiones políticas.
Resulta inexplicable, que hoy día, con el retroceso cultural de la derecha y la emergencia potente de la ciudadanía en todos los frentes, se intente nuevamente validar una institucionalidad que se encuentra completamente periclitada.
Los tiempos han cambiado. Los militares están subordinados al poder civil; la derecha funda su fuerza exclusivamente en el régimen electoral binominal, que la sobrerepresenta indebidamente y, la sociedad civil ha recuperado su poder.
En consecuencia, Michelle Bachelet, la presidenta electa, no debiera dudar en apoyarse en las organizaciones sociales para construir una nueva Constitución. La búsqueda de entendimientos entre la derecha y la Nueva Mayoría en el Parlamento para reformar la Constitución será rechazada por la ciudadanía. De lo contrario, marchará en contra de la historia que están escribiendo los movimientos sociales y, al mismo tiempo, validará una institucionalidad que ha sido rechazada por el pueblo. La crisis de hegemonía debe comenzar a resolverse con una Asamblea Constituyente.