Lo primero que sorprende al llegar a Graceland es su tamaño. Se ve más bien pequeña y casi pobre. La casa que compró Elvis Presley a los 22 años de edad y en la cual murió a los 42 no está a la altura de su leyenda. No es chica, claro, ni pobre. Tiene más de 1.600 metros cuadrados construidos, ocho dormitorios, bar, sala de juegos, gimnasio, piscina y otros extras, así que no es exactamente una casita de clase media de los suburbios de Memphis, Tenneseee. Pero está muy por debajo de la extravagancia inmobiliaria del panteón pop contemporáneo, partiendo por las canchas de bowling y de skate que hay en la casa de Jay-Z y Beyonce; los diez dormitorios para la servidumbre que ostenta la mansión de Mariah Carey o el aeropuerto con manga y estacionamiento para un Boeing 707 que tiene John Travolta en su casa de Florida.
Abierta al público como museo mausoleo en 1982, Graceland se ha convertido en la vivienda privada más famosa del mundo. El cineasta Jim Jarmusch la convirtió en protagonista de su película Mystery Train, estrenada en 1989, y una nostálgica canción de Paul Simon titulada precisamente Graceland, fue un hit en 1986. Es sitio de peregrinaje para 650.000 devotos al año. Graceland, tierra de gracia en inglés, es la tierra donde mora Dios.
Elvis pagó en 1957 poco más de US$100.000 por Graceland. Ajustada por inflación, la cifra bordea los US$900.000 de hoy y tampoco se compara con las decenas y hasta cientos de millones de dólares que pagan hoy por sus casas las Rihannas, Lady Gagas y los Drakes de este mundo.
La decoración podría haber sido mucho peor. En casi todos los salones de la casa hay objetos que habría que esconder -espejos, cabezas embalsamadas de mamíferos africanos, pieles de cebra, flamencos tamaño natural-, pero la casa tampoco es un monumento al mal gusto. Quien espera ver en Graceland exceso y mal gusto se queda con las ganas. La imagen de Elvis Presley que proyecta Graceland, quizá con premeditación pero sin alevosía, es la de un niño bueno y obediente, bien adaptado y carente de rebeldía. Un muchacho talentoso y trabajador, motivo de orgullo para la familia, el hogar y la patria. Un joven común y corriente que siempre trató de hacer lo correcto, lo que se esperaba de él. Y que no solo se quedó en el intento, sino que lo consiguió. Hasta el día de su muerte, dice la narrativa presleyana que se despliega en Graceland, Elvis fue sano, obediente, de buen corazón, no evadió el servicio militar. Se casó una sola vez. Compró Graceland cuando tenía 22 años, se instaló ahí con todo el familión y nunca se quiso cambiar a una casa más grande o más lujosa.
La historia que cuenta la casa de Elvis no es solo la del joven humilde que salta al estrellato. Lo que hace Graceland es agregarle una capa de superioridad moral. Elvis es el Mesías del rock’n’roll, y eso le asegura vida eterna en el panteón de las deidades musicales, aunque Graceland aspira a mucho más para su morador: lo quiere canonizar.
Y como si todo eso fuera poco, la historia que cuenta Graceland le exige a Elvis que sea ordinario, normal, común y corriente. Un muchacho igual a cualquiera de los jóvenes de su edad. Porque el sueño americano no funciona si quien lo encarna es una persona extraordinaria. Elvis no solo es santo, sino que es un santo que encarna el sueño americano.
Idolo musical rebelde, santo libre de pecado y joven ordinario: Graceland cuenta que esta es la historia de tres personas distintas y un solo Elvis no más. Puede ser casualidad el alcance teológico, y además aquí no hay una mano siniestra dirigiendo a la orquesta. Lo que Graceland dice de Elvis es que se fue construyendo en el camino. El cuento que cuenta Graceland es una creación colectiva y espontánea, en la que han participado amigos, familiares, entrevistadores, publicistas, fans. Si hay alguien dirigiendo la orquesta ella sería Lisa Marie, la hija de Elvis y ex esposa de Michael Jackson. Ella heredó Graceland y la administra. Y no lo ha hecho mal como administradora, porque la marca Graceland se ha convertido en destino sagrado del rock y el número de fieles aumenta y aumenta. El año pasado visitaron Graceland un promedio de 2.000 devotos al día. Una entrada promedio cuesta US$60, de modo que los ingresos de Graceland solo por concepto de entradas llegan a US$39 millones al año.
Asombra recorrer Graceland leyendo la historia reescrita como San Elvis que Estás en los Cielos. Irrita esa sensación de historia oficial editada pulcramente para que todo se vea bien. ¿Elvis era un santo? Vamos, sus noches de juerga y sus arranques de furia le dieron material a los tabloides durante dos décadas. Se echaba frascos enteros de píldoras al cuerpo todos los días y había empezado a tomar anfetaminas (y a recomendarlas en público) cuando estaba haciendo el servicio militar.
¿Elvis era un santo? ¿Estamos hablando del mismo que se hizo famoso por sus caderas movedizas al punto que lo empezaron a llamar Elvis Pelvis? ¿El mismo a quien el FBI le tenía un dossier de 683 páginas con recortes sobre sus indecentes conciertos, cartas acusadoras de padres enfurecidos, acusaciones de practicar la "autogratificación sexual" en el escenario, informes de sus actividades presuntamente ilegales frente al público? Hay incluso un informe que fue entregado al temible y temido J. Edgard Hoover, siniestro director del FBI, que decía que Elvis Presley era un peligro para la seguridad nacional porque sus conciertos provocaban hipnosis colectiva y "trance sexual" entre los asistentes.
Molesta que Elvis haya terminado convertido en santo o en dios. Le sanitizaron la vida, extirpándole las partes "malas" y dejando una caricatura.
Pero hacerlo tiene logica y justificación, porque es verdad que, en más de un sentido, Elvis trató de ser un niño bueno, un "santito". No cuestionaba obedecer a sus padres, profesores y a la autoridad. No criticaba ni cuestionaba, de no criticar ni cuestionar, de tratar de ser lo que todos esperaban que fuera. Y cuando le llegó la fama súbita a los 20 años de edad, es posible que él se haya visto un poco a sí mismo un iluminado bendecido por los dioses, No puede ser casualidad que haya conservado el nombre Graceland para la casa que compró. Graceland, Tierra de Gracia, la tierra donde está Dios.
El conformismo de Elvis lo puso en contra del movimiento juvenil que se tomó el mundo por asalto a mediados de los 60. Elvis no criticaba ni cuestionaba y la juventud se lanzó en picada contra el orden establecido. El peligro de ir a morir en Vietnam lanzó a los jóvenes estadounidenses a la herejía. De un año para otro, casi de un día para otro, el pelo corto en los hombres fue reemplazado por la melena y las corbatas por las flores, mientras las mujeres se dejaban crecer el pelo de las axilas y quemaban sostenes en las calles. De un día para otro la música era de Los Beatles, los Rolling Stones, los Byrds, los Who, los Mamas and the Papas. Elvis descubrió lo que era la obsolescencia instantánea.
Al recorrer caminando las salas y pasillos de Graceland, esta es la historia que se va armando. Cada sala de Graceland se centra en un aspecto de la carrera del cantante, con canción de fondo o escena de una película, y salpicados detalles de su biografía. Tuvo un hermano gemelo que nació muerto. Cuando lo reclutó el ejército, en 1958, él no evadió el servicio militar que lo tendría durante dos años sin hacer giras. Ese mismo año 1958, en que Elvis cumplió 23 años y tuvo dos canciones en el número uno, murió su madre de una hepatitis fulminante a los 46 años de edad. Fue durante el servicio militar que Elvis conoció y empezó a visitar a la hija de un oficial que años más tarde se convertiría en su primera y única esposa, Priscilla.
Elvis es Dios. Y eso explica que lo sigan avistando en New Mexico, Nevada, Wyoming. Elvis no puede haber muerto, porque los dioses no pueden morir.