Gabriel García Márquez, fallecido hace unas semanas, es uno de los mayores escritores latinoamericanos. Su novela más famosa popularizó el realismo mágico, una técnica que combinó realismo narrativo con pensamiento mágico. Sin embargo, los acontecimientos recientes en América Latina me han llevado a pensar que el “realismo mágico” no está restringido a las novelas latinoamericanas. Pareciera incluso caracterizar la manera como muchos líderes latinoamericanos piensan la política y la economía.
Pienso específicamente en Venezuela, Argentina, Brasil. Pese a que son países muy distintos, sus gobiernos parecen no aceptar el hecho de que el fin del boom de materias primas, impulsado por China y de las bajas tasas de interés en Estados Unidos, los obliga a cambiar las políticas que han sostenido hasta ahora. Sin el dinero fácil de hasta hace poco, deberán adoptar reformas postergadas para evitar las consecuencias políticas de la desaceleración.
El gobierno de Venezuela, encabezado por Nicolás Maduro parece el más alejado de la realidad. Cuando llegó al gobierno el año pasado, los miles de millones de dólares que fluían hacia Venezuela en los tiempos de Chávez habían desaparecido. Una porción relativamente pequeña había sido destinada a ayudar a los pobres, el resto en comprar apoyo a las políticas de Chávez, así como a enriquecer a la nueva élite bolivariana. Pese a la menguante producción petrolera y la ausencia de nuevas inversiones y préstamos, Maduro ha mantenido el generoso nivel de gasto de su predecesor, generando así una inflación del 56% que podría llegar a 75% a fines de este año. Maduro parece creer que los pobres lo seguirán apoyando, pese al rápido deterioro de su situación, pero el ex presidente brasileño Luiz Inácio “Lula” da Silva, un amigo de la revolución bolivariana, parece pensar lo contrario. Por ello ha llevado a Maduro a iniciar un “diálogo con la oposición”. Es dudoso que Maduro pueda sobrevivir mucho sin introducir reformas que frenen la espiral depresiva de la economía, pese a la presencia de miles de cubanos ayudándolo a mantener el orden con métodos cada vez más represivos.
Argentina también parece haber caído en su propia veta de realismo mágico. La presidenta Cristina Fernández pensó que podría seguir gastando con la misma libertad con que lo hizo durante el boom de las materias primas, pese a la creciente inflación, la caída drástica en la inversión extranjera, las declinantes reservas en dólares y la creciente fuga de capitales. Sin embargo, hay señales recientes de que se está ajustando a la realidad. Dejó que el peso se devaluara 18%, ha recortado los subsidios al gas y acordó pagarle a la española Repsol US$5.000 millones por la nacionalización de la petrolera YPF. Algunos observadores señalan que no tenía otra opción, pues Argentina se estaba quedando sin dinero. Sea cual sea la razón, estas nuevas políticas están comenzando a atraer inversión.
Finalmente, tenemos a Brasil, que está trabajando duramente para no hacer las reformas necesarias para incentivar el crecimiento. La economía, que creció 7,5% en 2010, creció el año pasado menos de 2%. Las perspectivas para los próximos dos años tampoco se ven mejores. Las vastas reservas de petróleo no han sido explotadas con eficiencia; en parte se debe a los requerimientos proteccionistas que obligan a utilizar barcos y taladros construidos en Brasil. El boom del crédito, que estimuló el gasto de los consumidores durante los años del crecimiento alto, no se ha reducido significativamente. Tampoco ha hecho mucho Brasil para desahuciar Mercosur, un acuerdo comercial disfuncional que ha desincentivado la competitividad entre sus miembros.
A diferencia de Cristina Fernández, la presidenta Dilma Rousseff espera ser reelegida este año. Se ve a sí misma en una carrera contra el tiempo, intentando posponer las reformas necesarias hasta después de las elecciones. No está claro, sin embargo, que si es reelegida esté preparada para renunciar a su visión de que el rol del Estado es esencial para que la economía brasileña crezca y se desarrolle.