Los burros que por años sirvieron para ir en busca del agua murieron de sed. La crisis en Venezuela incrementa el hambre a este lado de la frontera. “¿Puede decir en Bogotá que hagan algo por nosotros?”, pregunta una wayuu.
-¿Conoces la lluvia?
Lorenis Iguarán, de tres años y medio, escucha la pregunta, mira con asombro, pero no responde.
-Te dicen que si sabes qué es un aguacero, ¿jamus tw juyaca? —le repite la mamá en wayuunaiki y Lorenis niega con la cabeza mientras se cubre los ojos contra la arena caliente que arrastran las fuertes olas de viento.
Ni ella, que vive en Siapana, a 235 kilómetros de Riohacha, ni Eusebio Leidis, de tres años, que crece en Puerto Estrella, ni los chiquitos de Nazareth (eje principal de la Alta Guajira) saben que en otras partes del país a menudo cae agua del cielo. Según los pobladores, sobre esa tierra no llueve hace dos años.
A pesar de ser la zona más seca de Colombia, los wayuus, dueños de ese territorio, admiten que de un par de años para acá este desierto ya no es el mismo. La última vez que llovió con fuerza, recuerdan, fue en 2010, cuando los vendavales del fenómeno de La Niña volvieron los caminos de arena barriales intransitables y los poblados cercanos a Nazareth quedaron incomunicados. Durante meses el agua obligó a algunos indígenas a abandonar sus rancherías.
Pero en los años siguientes las lluvias de octubre, noviembre y diciembre, que servían para alimentar los cultivos de arroz, maíz, frijol, yuca y patilla, mermaron hasta desaparecer. “El problema se agudiza porque aquí no consigues un solo río. La Alta Guajira se abastecía de pequeños arroyos alimentados por las temporadas de lluvia, pero uno a uno se fueron secando, afectando a los 80.000 pobladores”, dice Samuel Lanao, subdirector de gestión ambiental de Corpoguajira.
El panorama lo confirman los mapas de monitoreo de lluvias del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam), los cuales además vienen advirtiendo que esa zona del país sufrirá inevitablemente los peores embates del fenómeno de El Niño que se aproxima y que tendrá su pico más alto entre octubre de este año y abril de 2015.
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El GPS de la camioneta que nos transporta de Nazareth a Siapana no encuentra un mapa detallado de este desierto. En la pequeña pantalla, durante tres horas de camino, aparece un carrito animado transitando en medio de la nada. A veces cruzamos líneas azules indicando supuestas quebradas que no corresponden con la realidad.
En donde debería correr el arroyo Nazareth se ven las marcas sobre la arena dejadas por el agua que desde hace dos años no pasa. Lo siguen kilómetros de bosque seco deshabitado, al fondo arenales ocres, algunas rancherías, una escuela rural y de vez en cuando algún niño de morral que camina con el sol encima hacia la escuela o una fila de burros guiados por niñas que recorren horas para buscar agua en pozos subterráneos.
A Victoria Ipuana, una wayuu de 76 años, se le murieron de sed los dos burros que le quedaban y su corral para criar los chivos ahora está vacío. “El calor tumbó al piso los burros y hubo un momento en que no pudieron levantarse. A lo último no aguantaban un viaje y se desvanecían. Lo mismo pasó con los chivos. Antes los vendíamos para comer o los cambiábamos por mercancía. Yo tenía más de noventa y ya sólo quedan dos. ¿Le puede decir a alguien en Bogotá que haga algo por nosotros? La sequía nos dejó sin animales y la comidita que los hijos mandan desde Venezuela se queda en la frontera. No la dejan pasar. Estamos viviendo de la caridad”, dice la abuela, que está molesta y desesperada. Luego se calma y recuerda que la muerte de animales viene afectando el resto de las rancherías que conoce.
Al histórico olvido estatal en que se encuentran los wayuus de la Alta Guajira se sumaron esta temporada seca que acabó con lo poco que sembraban y el bloqueo de alimentos por parte de la Guardia Nacional venezolana en la frontera.
Los wayuus son el pueblo indígena más numeroso de Venezuela y de Colombia. Según datos oficiales, representan cerca del 11% de la población del estado venezolano Zulia y al menos el 45% de la del departamento de La Guajira.
Hasta hace pocos años el tránsito de alimentos e indígenas entre ambas fronteras (al norte de Colombia) se hacía sin mayores inconvenientes, partiendo de que ambas naciones han reconocido que para los wayuus su territorio comprende tierras de aquí y de allá.
“Antes de que se muriera el presidente Chávez comenzaron los primeros bloqueos, y con el gobierno de Nicolás Maduro el tránsito de alimentos se complicó más. Dejan pasar sólo unos kilos de granos y arroz; el resto lo retienen en la frontera. Gran parte de los wayuus que viven en Colombia dependen de los hijos y familiares que trabajan en Venezuela como comerciantes, albañiles o empleadas domésticas, y quienes llevaban plata desde Colombia se beneficiaban con el cambio del bolívar. Un salario mínimo de aquí supera por cuatro el de Venezuela, así que con el cambio de moneda podían traer suficiente comida. Ahora, con el desabastecimiento en ese país, la situación para los wayuus se ha vuelto crítica”, dice el doctor Wílder Curvelo, subdirector del Hospital de Nazareth, en donde se reportan tasas de desnutrición en niños menores de cinco años de hasta el 25%.
Esta cifra no sólo está ligada al desierto y la ausencia de alimentos sino al modo en que los wayuus han vivido durante años. Las condiciones insalubres de algunas rancherías, el agua que no se hierve, las manos que no se lavan, las indígenas que en la noche, a falta de alimento, les dan chicha a sus bebés antes de dormir. “Antes había para comer; la situación siempre ha sido difícil, pero no así. La crisis en Venezuela disminuyó el trabajo y la llegada de comida. Al menos cuando llovía teníamos los cultivos. Ahora sólo queda lo que ganemos con las mochilas y los chinchorros, porque ni las yanamas han funcionado”, dice Isidora Romero Maipushana, wayuu de 54 años.
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Las yanamas son reuniones, fiestas, que se programan para hacerle peticiones a la naturaleza a través de ofrendas. En la última, que se citó hace seis meses, decenas de wayuus de Puerto Estrella se reunieron para sacrificar algunos chivos, beber chicha y bailar en medio de un ritual en el que le rogaron a la tierra que les enviara lluvia.
Pero no ocurrió nada. Difícilmente el inmenso jagüey de La Topamana, que durante años fue la principal fuente de agua de los wayuus de Puerto Estrella, a dos horas en trocha desde Nazareth, volverá a recoger la misma cantidad de líquido. El sitio donde hace tres años bebían 700 personas se ha convertido en un tapete de arena resquebrejada donde sólo se ve a algunos hombres en bicicleta que se acercan para extraer con cocas el agua que brota de un pozo, instalado en la mitad del jagüey.
Los datos del Ideam revelan cómo en los últimos dos años La Guajira no ha podido alcanzar los 400 mililitros de agua que se esperan por año, 700 mililitros menos de los que suelen caer sobre Bogotá. En los primeros seis meses de 2014 no han llovido siquiera 150 de esas unidades en todo el departamento.
Para la autoridad ambiental de La Guajira, la única alternativa de abastecimiento de agua para esa región es la apertura de pozos profundos que aún no se construyen.
“Tenemos proyectos formulados para la perforación en Bahía Portete y Puerto Estrella, pero seguimos esperando la asignación de recursos. Corpoguajira no tiene el músculo financiero para resolver esta crisis de agua; desde hace dos años el dinero de la corporación se disminuyó en 80% debido a la redistribución de regalías. Se necesita compromiso del gobierno nacional con esta situación, que se viene agravando con los años y que ahora no puede ser resuelta sólo por las autoridades locales. Esta es la región más afectada por el calentamiento global, pero también, como el resto de fronteras de Colombia, es una zona olvidada, invisible para el gobierno central. La Guajira tendrá que mirar hacia abajo, monitorear sus aguas subterráneas e implementar estrategias para aprovecharlas”, dice Samuel Lanao, de Corpoguajira.
El último informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), de las Naciones Unidas, pronostica que en las próximas décadas el incremento de temperaturas en algunos lugares del planeta, sumado a las inundaciones, obligará a por lo menos 200 millones de personas a desplazarse y asentarse en otros lugares. Hoy, los pobladores de la Alta Guajira dicen que difícilmente renunciarán a su tierra. Creen que han superado suficientes años de escasez y aridez y que el tiempo los ha vuelto sumamente resistentes. “De aquí no se irán los hijos. Encontrarán la forma de acostumbrarse y seguramente la tecnología traerá aparatos para seguir viviendo”, concluye Lázaro Uriana, pescador de 47 años.