El 19 de agosto se realizó en Santiago de Chile una de las ya numerosas marchas por un cambio en la educación, y como ha sido la tónica desde el inicio de ellas, fue multitudinaria. La lluvia y el frío que arreció ese día no amilanaron a los marchantes, sólo los obligó a sacar los paraguas, con lo cual pasó inmediatamente a ser calificada como la “marcha de los paraguas”.
El mismo día, el presidente de la República, Sebastián Piñera, en un discurso público planteó que este tipo de movilizaciones y su mantención en el tiempo eran ya un camino conocido por los chilenos, acciones que derivaron en el quiebre de la democracia que el país tuvo hasta el 11 de septiembre de 1973. Esta comparación nos puede llevar a encoger los hombros y recomendar no exagerar la importancia de la retórica presidencial, la más de las veces descuidada, ya que es un hombre inteligente y sus palabras sólo podrían representar a los sectores más conservadores de su gobierno.
Sin embargo, a través de Televisión Nacional de Chile (TVN) nuestros connacionales están viendo una serie de producción local llamada “Los archivos del Cardenal”, basada en hechos reales acaecidos durante el régimen autoritario, que muestra las violaciones a los derechos humanos por parte de agentes del Estado, donde la Vicaría de la Solidaridad, institución creada por la Iglesia Católica para ser la “voz de los sin voz”, encabezó la defensa y protección de aquellos que estaban siendo sistemáticamente perseguidos, torturados y desaparecidos por el régimen del general Pinochet.
La persecución de modo intencional e innecesaria, no puede repugnar más al sentido moral; es injusto, ofensivo y genera gratuitamente el sentimiento de ser objeto de repudio. Por ello, las palabras del presidente nos parecen moralmente reprochables e incomprensibles.
No es posible olvidar que el conflicto está en la médula de la condición humana; tanto, que ahí donde un grupo de hombres viven juntos, ahí se da algún tipo de conflicto. La democracia chilena está suficientemente consolidada para enfrentar conflictos; lo importante son el sentido y dirección que tomen y en esto último, el presidente no ayuda mucho.
Por lo anterior, se echa de menos su crítica al país real; al simplismo y cinismo a la hora del actuar invisible de los poderes fácticos; al club de militantes que se saluda, premia y celebra mutuamente, la mayor de las veces más en privado que en público. También se echa de menos que no encabece un fuerte proceso de revisión, complejo y esperablemente polémico, sobre los supuestos básicos sobre los cuales hemos construido nuestro país en los últimos 40 años y que los ciudadanos movilizados le están reclamando.
Pensar la política y actuar la política son dimensiones que no siempre van de la mano y en ese espacio tenemos la oportunidad de criticar la enorme responsabilidad que tiene un presidente, para reconocer las distintas opciones políticas en una democracia.
Es cierto que el primer mandatario destina tiempo y energía a la política, que como oficio no ha gozado de especial afecto por parte de la ciudadanía, pero por lo mismo, y dado que este oficio se ejerce desde la primera magistratura del país, necesariamente debe reconocer que nuestra sociedad no es un todo unificado y sin fricciones, armónico y coherente como algunos quisieran ver en este país.
La política en Chile no necesita ambigüedad, ese estilo perverso que consiste en decir una cosa que no se acaba de hacer, y hacer otra que no se acaba de decir.
Quienes paraguas en mano marcharon el 19 de agosto tienen “posición” sobre los temas educacionales, y esto es transversal al credo religioso, posición política y visión de la sociedad que sustentan. Los paraguas no amenazan la democracia, la violencia no se ha tomado las calles y no se percibe que busquen otro régimen político. Por ello, el presidente debería abstenerse de emplear palabras duras en busca de un simple efecto de retórica.
Al final, lo que buscan los paraguas es que, precisamente, nuevas políticas públicas reemplacen la retórica.