La muerte de Osama Bin Laden me trajo recuerdos de aquella mañana soleada en la que no pude entrar a Manhattan, y de toda esa semana que pasé esperando poder regresar a casa. Atrapado en un frondoso suburbio de New Jersey, parecía que todo el mundo conocía a alguien que había fallecido en el infierno.
La actitud era de tristeza, confusión y rabia. El americano común y corriente simplemente no entendía por qué se había cometido tal crimen. El mundo entero solidarizaba con Estados Unidos, menos lo que se comenzó a llamar la "calle árabe", que salió a celebrar.
Los americanos estaban convencidos de que no se merecían el ataque, pero igual aparecieron los inevitables opinólogos tratando de explicar lo inexplicable: que la política exterior, que el apoyo a Israel, que los intereses en la región, que el petróleo... La administración de George W. Bush hizo lo suyo para asegurar que todas estas teorías de la conspiración, y otras, no parecieran tan despistadas.
Con la transformación de la guerra contra Bin Laden en una revancha personal en Iraq, Bush les entregó a los críticos profesionales un arma de destrucción masiva. El gran apoyo internacional que había recibido EE.UU. el 11/9, se esfumó. La comunidad internacional, enfrascada en su propia inacción, prefirió a las víctimas. Los poderosos son, de por sí, opresores e imperialistas, y solamente merecen apoyo cuando están arrodillados ante las nobles fuerzas tercermundistas.
Es una visión que tiene sus orígenes en las luchas anti imperialistas del siglo pasado, y que encontró su ícono en el Che. Los hippies se cortaron el pelo, pero la preferencia por el más débil sigue siendo canónica en la izquierda, que desde siempre se ha autoasignado el rol de defensora de los oprimidos y desamparados. Noble aspiración, pero los débiles no son siempre buenos, solamente son más débiles. La equivalencia moral tiende a confundir víctimas y victimarios.
Y así es como la noche del domingo los que alguna vez pudieron haber celebrado la desaparición de algún dictador, ahora castigaban a los que sentían satisfacción por la muerte de Bin Laden. Los que pedían ayuda a los países desarrollados para que se involucraran en la lucha por los derechos humanos, cuestionaban la legalidad de la intervención norteamericana.
Y los que exigían que las grandes potencias del mundo hicieran algo en contra de las matanzas en Bosnia, Ruanda y más recientemente Libia, criticaban el que EE.UU. -por todo lo poderoso, la víctima de esta historia- se atreviera a eliminar al autor intelectual del asesinato de más de 3.000 ciudadanos de todo el mundo.
No cabe duda, sin embargo, que estamos entrando en una nueva etapa, y no solamente por la muerte de Osama Bin Laden. El tipo de liderazgo y de reivindicación que representaba se están enterrando con él.
Lo que surge son demandas nuevas, basadas en una mezcla de nociones occidentales y musulmanas de libertad, democracia y responsabilidad. Cuando se cayeron las Torres Gemelas, Estados Unidos se relacionaba -con algunos en mejores términos que con otros- con una red de regímenes autoritarios pero estables.
Sabía qué era lo que podía esperar de ellos. Hoy, y más aún mañana, entre Iraq, Siria, Libia y Egipto, el presidente Obama tiene que manejarse entre gobiernos cuyas líneas ideológicas serán cada vez más volátiles, y cuyas poblaciones no dejarán de reclamar sus derechos.
Las revoluciones de los últimos meses no se llevaron a cabo con espectaculares explosiones o ataques, sino con manifestaciones y protestas. Nada que ver con lo que predicaba Bin Laden.
Finalmente, se requerirá un cambio en Asia. El hecho que Bin Laden estuviera viviendo en un suburbio altamente concurrido por la élite paquistaní, incluyendo a líderes militares, sugiere que el gobierno de ese país -en el mejor de los casos- no estaba siendo 100% honesto con Estados Unidos.
Por otra parte, con la eliminación del Enemigo Número Uno, Obama encontrará cada vez más resistencia a la guerra en Afganistán. Por el momento, el presidente se ha ganado un apoyo transversal, de manera que incluso los que cuestionaban la legitimidad de su certificado de nacimiento tendrán que callarse por un rato.
Pero pronto sus propios partidarios, lo que sería la izquierda en el sistema norteamericano, comenzarán a exigir una reducción en la actividad militar. Para ellos, dejar Afganistán no será una derrota. La muerte de Osama Bin Laden les permite declarar lo que Bush fingió hace años: misión cumplida.
*Esta columna fue publicada originalmente en El Dínamo.