El presidente ruso mira los juegos de Sochi como el renacimiento ruso como potencia. Por eso es que sus enemigos buscan sabotearlo. La historia comienza el 7 de febrero.
Una de las postales de la ceremonia de cierre de los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980 fue sin dudas la imagen de Misha, la mascota de los JJOO, despidiéndose del mundo al tiempo que trepaba al cielo.
Por un momento ese simpático oso había hecho olvidar al mundo el boicot estadounidense, el aislamiento de la cortina de hierro, pero sobre todo la hoz y el martillo. Aquel día la URSS se mostró al mundo humana.
De alguna forma estos juegos de Sochi y el Mundial de Fútbol que Rusia organizará en 2018 vuelven a ser una oportunidad para que el país comulgue con el resto del planeta y muestre su nuevo rostro.
La cantidad de recursos asignados a este acontecimiento deportivo (se estiman en US$ 50.000 millones) habla a las claras de la importancia política que tiene para el gobierno de Putin. Para empezar, la cifra invertida es superior al gasto de los últimos Juegos Olímpicos de Londres.
Lo que fue calificado como despilfarro por parte de algunos –incluso dentro de Rusia– también es visto por otros analistas como una prueba de poderío económico de un país que pese cerrar el año con una ralentización de sus niveles de crecimiento del PIB, presenta una economía que contrasta con los tiempos de capa caída de los europeos y con la endeble recuperación económica de Estados Unidos.
Además, Putin sigue empeñado en demostrar que los tiempos de atraso y pauperización de la sociedad rusa han quedado en el pasado.
Por eso los cambios implementados en la ciudad de Sochi (infraestructura deportiva, comunicaciones, ferrocarril, entre otros) apuntan a que la ciudad sea un símbolo de modernidad, pujanza y de eficiencia.
Empresas tecnológicas tienen planeado lanzar productos revolucionarios durante los juegos, como aplicaciones móviles oficiales de los juegos, Panasonic presentará una pantalla gigante continua (sin esquinas) en el escenario principal de los juegos.
El objetivo último de los atentados de fin de año en la ciudad de Volgogrado fue teñir de rojo sangre los llamados juegos blancos de Rusia. Los Juegos Olímpicos de Invierno que se disputarán en la ciudad de Sochi –en las costas del mar Negro– a partir del 7 de febrero son, a la vez, un ambicioso proyecto deportivo y político del gobierno de Vladimir Putin.
Herir ese orgullo nacional fue el objetivo encubierto de los ataques suicidas promovidos por un movimiento yihadista que se muestra cada vez más desmembrado. Sin embargo, en esa falta de centralidad radica la preocupación de las autoridades rusas que han desplegado para los juegos un sistema de seguridad faraónico.
Cuando en diciembre recién pasado Volgogrado fue sacudida por el ataque suicida contra la estación de la ciudad (17 muertos) y 24 horas más tarde por otro atentado similar contra un ómnibus de transporte público (14 víctimas), de inmediato se comenzó a hablar de viudas negras (el primer ataque fue atribuido inicialmente a una mujer) y de los coletazos de la guerra de Chechenia.
Sin embargo, y aunque los dos conflictos (1994-1996 y 1999-2009) están en el trasfondo, los movimientos islamistas de hoy ya no persiguen la independencia de Chechenia, sino la implantación de un emirato en el Cáucaso Norte (lo que abarca las repúblicas de Chechenia, Daguestán, Ingusetia, Kabardia-Balkaria y Osetia del Norte), regido por la sharia, la ley islámica.
Otra gran diferencia es que los grupos de hoy carecen de la logística y organización que poseía el movimiento rebelde de los años 90. La principal razón es que las fuerzas de seguridad rusas han desarticulado el movimiento nacido en Chechenia, eliminado a sus líderes más influyentes y han mantenido durante todos estos años una campaña implacable contra los grupos extremistas islámicos.
Esta posición de lucha constante contra el terrorismo islamista incluso ha marcado la política exterior de Rusia. Por ejemplo, esta persecución a los grupos fundamentalistas ha llevado al Kremlin a insistir en una salida diplomática para Siria, bajo el entendido que quitar del poder a Bachar Al Asad sería entregar el país a los grupos islámicos radicales.
De hecho, los grupos que son señalados como autores o instigadores de los atentados de Volgogrado siguen la línea de funcionamiento de Al Qaeda: funcionan como células independientes que son “inspiradas” por un líder clandestino. Los informes de Inteligencia señalan a Doku Umarov, autoproclamado emir del Cáucaso y hombre que estuvo tras los atentados contra el metro de Moscú y el aeropuerto de Domodédovo.
En Estados Unidos algunos medios lo han calificado como el “Bin Laden ruso” por haber inspirado a los dos hermanos que atentaron durante la maratón de Boston.
En el gobierno ruso consideran que estos ataques son el manotazo de ahogado de una organización que está al borde de la desaparición y que busca llamar la atención. Sin embargo, está lejos de subestimar la amenaza, en especial cuando analizan los recursos que se han volcado en la seguridad de los juegos.
Atacar Volgogrado tiene un alto contenido simbólico, ya que esta ciudad –conocida antiguamente como Stalingrado– fue un símbolo de la resistencia en la segunda guerra mundial contra el nazismo. Sin embargo, también hay otra razón: es que allí existen menos medidas de seguridad que en Moscú y, sobre todo, que en Sochi, una ciudad que estará blindada durante los juegos. Además esta ciudad es el lugar de paso para quienes quieren visitar Sochi.
El sistema de seguridad para la ciudad olímpica comenzó a diseñarse en 2009 y promete ser de los más ambiciosos implementados hasta la fecha en este tipo de megaeventos deportivos. En la actualidad ya existe un amplio operativo de implica la prohibición de la circulación de automóviles entre Sochi y las zona del Cáucaso.
También la Inteligencia rusa mantiene una extensa vigilancia electrónica que implica el control de llamadas y de correos electrónicos.
Pero a partir del inicio de los juegos, el 7 de febrero, la seguridad será aun más extrema. Para empezar, existirá el llamado pasaporte del aficionado, que implica que cada visitante extranjero tendrá un día para informar ante las autoridades locales su lugar de residencia y el tiempo de permanencia en la ciudad. Esta medida se extiende a los rusos que visiten Sochi, a los que se le dará un plazo de tres días para el registro.
Estas medidas son posibles ya que se realizaron modificaciones que endurecen las leyes antiterrorismo y se implementó un nuevo sistema de organización que unificó el comando y la información de todas las agencias implicadas en la seguridad.
Pero además se destinaron gigantescos recursos humanos y materiales a la seguridad. Se estima que 42 mil policías y alrededor de 10 mil efectivos del Ministerio del Interior serán los encargados de la vigilancia y de mantener el orden en la ciudad durante los juegos. A ellos hay que sumar otros 20 mil del Ministerio para Situaciones de Emergencia que serán los encargados de la seguridad en las instalaciones destinadas a los deportistas y los lugares de competición.
Dmitri Chernishenko, presidente del Comité Organizador de Sochi, prometió sin tapujos “los juegos más seguros de la historia”, y los números parecen respaldar su afirmación, en especial si se tiene en cuenta que para los Juegos Olímpicos de Londres se destinaron 18 mil efectivos a la seguridad.
El faraónico operativo de seguridad se completa con la restricción de navegación en el mar Negro, la instalación de sistema Pantsir S de defensa antiaérea y la vigilancia de la ciudad durante las 24 horas mediante drones.