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El derecho a la privacidad
Lun, 03/09/2012 - 09:34

Alberto Benegas Lynch

 Las llamadas "barras bravas"
Alberto Benegas Lynch

Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina. Él es profesor Emérito de Eseade (Escuela Superior de Economía y Administración de Empresas en Buenos Aires), institución en la cual se desempeñó como decano por 23 años. Benegas Lynch es un académico asociado del Cato Institute y un miembro de la Mont Pelerin Society.

Como es sabido, a todo derecho corresponde una obligación. En el caso que nos ocupa, el correlato significa que existe una obligación universal a respetar la privacidad de otros. Desafortunadamente vivimos la era de los pseudoderechos por los que se alega un “derecho” que inexorablemente significa lesionar el de terceros, como es, por ejemplo, a percibir un ingreso que el sujeto en cuestión no obtiene de sus congéneres pero que los aparatos estatales se lo otorgan a expensas del patrimonio de otros, con lo que naturalmente se infringen sus derechos.

Tal como escribe Milán Kundera en La insoportable levedad del ser “la persona que pierde su intimidad, lo pierde todo”. El derecho a la privacidad significa el resguardo a lo más caro del individuo, como consigna Santos Cifuentes en El derecho a la vida privada constituye una extensión del derecho de propiedad. En la sociedad abierta, el sentido básico de resguardar ese sagrado derecho está dirigido principalmente contra los gobiernos.

Como apunta Juan Bautista Alberdi “El ladrón privado es el más débil de los enemigos que la propiedad reconozca. Ella puede ser atacada por el Estado en nombre de la utilidad pública”. La cuarta enmienda de la Constitución estadounidense establece que la gente tienen el derecho a resguardar sus personas, sus papeles (hoy diríamos Internet), sus casas y en general sus efectos contra requisitorias y revisaciones y que ninguna orden de Juez puede librarse sin causa probable de delito sustentada en el debido juramento y con la expresa descripción del lugar específico, los objetos y las personas a ser requisadas.

Luego esta idea de la privacidad fue explicitada para la intromisión de privados, por primera vez expuesta de modo detallado en 1890 por Samuel Warren y Luis Brandis en un ensayo titulado “The Right to Privacy” (Harvard Law Review) y más adelante el célebre libro de Vance Pakard que bajo el título de La sociedad desnuda alude a todos los mecanismos y tecnologías gubernamentales y privadas que pueden utilizarse como invasivas (rayos láser, potentes máquinas fotográficas, telescopios y eventualmente aparatos que puedan captar ondas sonoras de la voz a grandes distancias) y las preguntas insolentes, formularios improcedentes y regulaciones invasivas por parte del Leviatán. Por razones de seguridad, la instalación de cámaras televisivas deben ser anunciadas por el instalador para dar la posibilidad de no transitar o visitar los lugares así vigilados. Por su parte, las llamadas cámaras ocultas en la mayor parte de las normativas penales no se aceptan como pruebas de un delito al ser recabadas por medio de otro delito.

Esto último, que se ha dado en denominar “la teoría del fruto envenenado” puesto que se considera que de aceptarse pruebas obtenidas por medio de la invasión a las garantías constitucionales contaminaría el proceso y consiguientemente tiene aristas de cierta complejidad y costados algo gelatinosos.

En este sentido, según las circunstancias, en algunos casos se ha atenuado el asunto al aceptar esas pruebas argumentando la posibilidad (hipotética) de encontrar pruebas evidentes por medio de fuentes independientes, pero condenando al infractor además de hacerlo al imputado (como cuando se introducen cámaras ocultas y equivalentes). De todos modos, no es nada fácil este camino puesto que debe sopesarse con mucho cuidado los hechos ya que hay pruebas inaceptables según el grado del problema (en el extremo repugnante sería el considerar confesiones bajo tortura). El tema no está resuelto y es sumamente delicado por lo que diversos tratadistas lo debaten acaloradamente desde distintos ángulos.

Sin duda que los procedimientos del common law resultan más abiertos al descubrimiento del derecho que las manías de las codificaciones que no permiten abrir cauce a procesos necesariamente evolutivos. En este contexto es que pueden resolverse paradojas como las señaladas por Ellen Alderman y Caroline Kennedy en su obra The Right to Privacydonde, por ejemplo, exponen el caso de la basura que es evidentemente desechada por los titulares y, sin embargo, su exploración puede evidenciar estados de salud y medicamentos ingeridos, situaciones patrimoniales, dietas alimenticias y hasta costumbres sexuales.

Estos procesos abiertos también permiten resolver conflictos sobre los ataques a la reputación puesto que estrictamente esta no pertenece como un bien apropiado por el reputado e infranqueable, ya que se trata de lo que los demás piensan de el, lo cual no es óbice para que pueda defenderse en la justicia si hubieran calumnias e injurias.

Walter Block en Defendig the Undefendable sostiene que la murmuración (gossip) es un procedimiento peor que el chantaje puesto que se lleva a cabo sin previo aviso y sin darle posibilidad de salida a la persona sobre la que se comenta sus procederes. Incluso llega a decir que el chantaje, en la práctica, sirve como medida disuasiva para no cometer actos impropios puesto que el objeto del chantaje suele referirse a conductas reprobables o delictuales. Ahora bien, debe precisarse que el chantaje constituye una canallada superlativa puesto que una persona decente tiene dos posibilidades según el grado y características de la información disponible: opta por la discreción o denuncia el hecho.

De todos modos, hay que diferenciar claramente lo que son conductas que no aprobamos de lo que debe ser contrario al derecho positivo y,`por ende, considerarse como un delito. En este último caso solo caben las conductas que lesionan derechos de otros.

Por último, transcribimos lo dicho anteriormente sobre la muerte como un acto eminentemente privado y solitario en el contexto de la eutanasia y la denominada autoeutanasia. Etimológicamente, eutanasia quiere decir “buena muerte” y se suele dividir en pasiva y activa, entendiendo la primera como el retiro de medicinas e instrumentos de reanimación completamente desproporcionados y en el contexto de una vida penosa en grado extremo o directamente vida vegetativa, instancia en la que los médicos estiman que no hay posibilidad de revertir la situación del paciente con acuerdo de familiares si los hubiera o, en su caso, con el consentimiento del propio interesado si estuviera lúcido.

Sin duda que todo esto se lleva a cabo con el conocimiento disponible, lo cual no excluye acontecimientos impensados y, desde luego, recursos que al momento no están disponibles en la ciencia.

Nadie es adivino, de lo que se trata es de tomar decisiones en base a la información del caso al instante de adoptar las medidas que se consideran prudentes y apropiadas frente a un enfermo terminal (demás está decir que los facultativos que tengan alguna objeción de conciencia procederán consecuentemente). Esta es la eutanasia pasiva sin que necesariamente se declare la muerte clínica en el sentido de ausencia de actividad neurológica, respiratoria y circulatoria (con la debida atención a estados comatosos que pueden modificarse), antes de la muerte biológica en la que hay deterioro irreversible de tejidos y órganos.

Por su parte, la eutanasia activa significa inducir la muerte por exterminación de la vida, sea por comisión o por omisión en cuyo contexto quedan excluidas las condiciones arriba expuestas en el caso de la eutanasia pasiva, lo cual constituye un homicidio. A veces se ha incluido el suicidio en el campo de la eutanasia (“autoeutanasia” se lo ha llamado) ya que comparte el concepto de evitar sufrimientos mayores, espantosa tragedia respecto a la cual me inclino respetuosamente en silencio puesto que para que se renuncie abiertamente al instinto primogénito de conservación el suicida debe atravesar tremendas explosiones y convulsiones interiores de magnitud insospechada, difíciles de imaginar y de concebir. Recuerdo la referencia del sacerdote y teólogo Domingo Basso quien consigna en su libro Nacer y morir con dignidad.

Estudios de bioética contemporánea que “se cuentan casos en la historia de la Iglesia de mujeres, veneradas luego como santas, que prefirieron el suicidio a ser objeto de violación […] la ética, incluso católica, ha venido modificando paulatinamente su visión del suicidio.

No en el sentido de haber modificado las normas objetivas por las que se ha de juzgar este fenómeno, sino porque existen serias dudas sobre la imputabilidad moral de la acción suicida”. Como apunta John Eccles, premio Nobel en neurofisiología, la vida, incluso para la medicina avanzada, es algo misterioso y sagrado que debe ser tratada con suma ponderación y respeto.

En resumen, cuando se alude a la privacidad no puede hacérselo de modo liviano ni aceptar lo que ocurre en la intimidad de otros solo cuando coincidimos con los procedimientos adoptados. La prueba máxima de la tolerancia no es cuando concordamos con otros sino cuando discrepamos.

La sociedad se torna insoportable si no se la concibe como pluralidad de conductas, siempre y cuando estas no lesionen derechos de terceros. Por ello es que encuentro que la mejor definición del liberalismo es la que oportunamente he fabricado: el respeto irrestricto por los proyectos de vida de otros. De más está decir que en esta definición se encuentra implícito el derecho a la privacidad.

*Este artículo fue publicado originalmente en El Diario de América (EE.UU.) el 30 de agosto de 2012.

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