Los académicos Jeremy Yip y Stéphane Côte, de Wharton y la Universidad de Toronto, respectivamente, estudian cómo tomar decisiones inteligentes de forma emocional. A continuación detalles de las conclusiones.
Su capacidad de ignorar la situación en casa y de concentrarse en el trabajo que tiene entre manos se ve facilitada por su comprensión emocional. Es una forma de inteligencia emocional, según explica Jeremy Yip, profesor e investigador residente de Wharton. Saber compartimentar permite a la persona identificar lo que la está incomodando y, al mismo tiempo, dejar de lado otros factores que nada tienen que ver con el problema, dice Yip.
¿Pero personas con niveles elevados de inteligencia emocional son capaces de dar un paso al frente y correr riesgos no asociados a aquello que las está estresando? Sí, dice Yip, cuya investigación "Tomar decisiones inteligentes de forma emocional: La capacidad de comprender las emociones reduce el efecto de la ansiedad incidental a la hora de correr riesgos” [The Emotionally Intelligent Decision-Maker: Emotion Understanding Ability Reduces the Effect of Incidental Anxiety on Risk-taking], se publicó en Psychological Science. Stéphane Côte, coautora del estudio, es profesora de comportamiento empresarial y de gestión en recursos humanos en la Universidad de Toronto.
El estudio muestra que las personas con niveles bajos de comprensión emocional permiten que factores ajenos a su estrés las haga más adversas al riesgo, mientras que individuos con niveles de comprensión emocional más elevados están más inclinados a arriesgarse. "Al identificar la fuente de sus emociones, personas con inteligencia emocional elevada perciben si sus emociones son irrelevantes, o no, para las decisiones que necesitan tomar", observa Yip. "En consecuencia, no experimentan efectos secundarios. Podrán sentirse ansiosas, pero no permiten que eso afecte de forma negativa su decisión".
En el primer experimento del estudio, los investigadores examinaron a 108 estudiantes de la Universidad de Toronto de la Prueba de Inteligencia Emocional Mayer-Salovey-Caruso, que mide los coeficientes de inteligencia emocional.
Los participantes fueron entonces divididos en dos grupos. Uno recibió una tarea que provocaba ansiedad: preparar un discurso en un minuto. Para aumentar la presión, los miembros del grupo fueron informados de que serían filmados, y que la película sería mostrada más tarde a sus compañeros de la universidad que estudiaban los ambientes académicos y sociales. (Concluida la prueba, los participantes fueron informados de que, al final, no habría ningún discurso).
El otro grupo recibió una prueba relativamente cómoda: debería preparar una lista de compras. Como remuneración, los participantes de ambos grupos podían hacer dos elecciones distintas: recibir US$ 1 o arriesgar la posibilidad de una entre diez posibilidades de recibir US$ 10. En el caso de los que recibieron la tarea de escribir un discurso, quien tuvo pocos puntos en la prueba de inteligencia emocional hizo la elección más arriesgada —aceptó apostar por los US$ 10— sólo en un 16,7% de los casos. Los de nivel de inteligencia emocional más elevado, por su parte, optaron por la opción más arriesgada un 48,3% de las veces.
En el caso de las personas que recibieron la tarea más relajada de hacer una lista de compras, y que funcionaban como grupo de control, los resultados fueron mucho más próximos entre sí, a pesar del grado de inteligencia emocional de cada participante.
"Tal como se esperaba, hubo un efecto negativo de ansiedad incidental en lo relativo a los riesgos entre los individuos con baja capacidad de comprensión emocional, sin embargo no hubo efecto alguno entre individuos con capacidad más elevada", dijeron los autores.
¿Preocuparse o no?
La segunda experiencia tenía como objetivo verificar si las personas con menor grado de comprensión emocional podrían ser motivadas a hacer las mismas elecciones arriesgadas que sus compañeros con más comprensión emocional.
La experiencia comenzó de forma muy parecida a la primera: todos fueron sometidos a la prueba de Mayer-Salovey-Caruso para medir su inteligencia emocional. En una sesión experimental aparte, los 132 participantes tenían que preparar mentalmente un discurso o una lista de compras.
Esta vez, sin embargo, cada grupo fue subdividido en dos partes. Uno no recibió ninguna información más; los participantes del otro fueron avisados de que deberían sentirse preocupados, porque hacer un discurso es una tarea que, naturalmente, provoca ansiedad, o que deberían sentirse tranquilos porque hacer una lista de compras no es nada estresante. Esos pasos, según Yip, fueron pensados con el propósito de proporcionar algo de inteligencia emocional a aquellos que no la tienen de forma natural.
Los participantes tenían la opción de proporcionar su correo electrónico para obtener más informaciones acerca de una clínica donde recibirían una vacuna contra la gripe. La información de que disponían era que si no se la ponían, el riesgo era mayor, porque las posibilidades de enfermar aumentaban.
Entre los que no recibieron estímulo alguno, los resultados fueron muy parecidos a los de la primera experiencia. Entre los que se les encargó escribir un discurso, un 7,3% de los que tenían inteligencia emocional inferior hicieron la elección arriesgada, mientras que un 65,9% de los tenían inteligencia emocional elevada hicieron la elección arriesgada. Una vez más, aquellos a los que se les encargó hacer una lista de compras hicieron elecciones semejantes a pesar de su grado de inteligencia emocional.
Yip resalta que optar por no recibir la información sobre la clínica que aplicaba vacunas contra la gripe no era necesariamente la mejor elección, tan solo la más arriesgada, y que los participantes que demostraban niveles más elevados de inteligencia emocional estaban más inclinados a dejar de lado el estrés asociado al discurso y a optar por la elección más arriesgada. "No queremos de ninguna manera afirmar que personas emocionalmente inteligentes evitan las vacunas contra la gripe", observa Yip.
Los investigadores descubrieron que en el caso de aquellos que recibieron la información de que escribir un discurso era una experiencia más estresante, los resultados fueron mucho más próximos. Los que tenían menor grado de inteligencia emocional hicieron la elección más arriesgada un 46% de las veces, y los de inteligencia emocional más elevada hicieron la elección arriesgada un 49,8% de las veces.
"Al analizar la fuente de las emociones y descubrir que ellas, en realidad, no están relacionadas con las decisiones que estamos tomando, podemos tomar decisiones más libres", resalta Côté, añadiendo que esos principios pueden ser aplicados a diversas situaciones diferentes, ya se trate de una decisión sobre qué carrera estudiar, cómo invertir dinero o qué candidato a un puesto de trabajo existente contratar.
Según Côté, la forma que tenemos de reaccionar ante experiencias estresantes tiene mucho que ver con influencias recibidas de los padres. Los niños aprenden a ser emocionalmente inteligentes cuando sus padres hablan acerca de las emociones y hacen preguntas del tipo: "¿Por qué tienes miedo?", dice. Esos padres orientan también sobre cómo responder a esas preguntas.
Côté añade que los adultos pueden ser entrenados en inteligencia emocional por medio de principios semejantes, aunque no haya aún pruebas que respalden tal idea. Yip dice que las personas pueden aplicar la investigación a aquellos momentos en que se encuentran con el riesgo a través de tres preguntas: "¿Cómo me siento en este momento? ¿Qué me lleva a sentirme de ese modo? ¿Cuáles son mis sentimientos respecto a la decisión que necesito tomar?" Por lo tanto, cuando nos enfrentamos con decisiones de inversiones, como escoger entre títulos seguros del Gobierno y acciones arriesgadas, será una elección emocional inteligente dejar de lado una reparación inesperada, o la posibilidad de perder un vuelo. "Las emociones llevan consigo informaciones", dice Yip, aunque los datos de las emociones no siempre sean útiles para la decisión que se va a tomar.