La elección de Paul Ryan como compañero de fórmula en la campaña de Mitt Romney tomó a muchos por sorpresa. Es de sentido común que las elecciones presidenciales se ganan moviéndose hacia el centro y capturando a los votantes independientes, los que no tienen lealtades partidistas y cambian su voto en cada elección. Romney, sin embargo, eligió a un conservador duro como su compañero de fórmula.
Y tiene sentido. El electorado estadounidense está muy polarizado respecto de cómo recuperar el crecimiento económico y cómo salvar los programas de titularidades para adultos mayores que administra el gobierno, especialmente el sistema de seguro de salud conocido como Medicare. El alto nivel de polarización significa que quedan muy pocos electores “indecisos”. En una situación semejante, tiene más sentido elegir un compañero de fórmula que movilizará a sus partidarios en vez de decepcionarlos con alguien que borra las diferencias con el adversario.
El sentido común que sostiene también que no se debe mencionar la necesidad de reformar el sistema de titularidades de salud es una sentencia de muerte para un candidato. Ryan cree que los jóvenes de hoy no tendrán acceso al sistema de titularidades cuando se jubilen si la reforma del sistema no se discute y aborda ahora. Y Romney decidió jugarse por estos argumentos.
Los opinólogos de la política están viendo las próximas elecciones de noviembre como unos comicios “pivotales”. Los últimos fueron los de 1980, tiempos también de penuria económica, cuando un republicano conservador, Ronald Reagan, desafió al presidente Jimmy Carter, un demócrata liberal. Los votantes, una vez más, deberán elegir entre dos candidatos con visiones filosóficas y económicas muy distintas.
Las mayores diferencias entre Obama y Romney se refieren al rol relativo que debieran desempeñar el Estado y el sector privado en la economía. Obama cree que el gobierno debe jugar un papel importante, estimulando el tipo de inversiones que él estima ayudarán al crecimiento económico. Está a favor de una política industrial que asegure un crecimiento con justicia y la igualdad. También cree que el sector privado debiera estar sometido a fuertes regulaciones para no dañar a otros en su búsqueda de ganancias. Más aún, “el 1% más alto” de la pirámide de ingresos debe ser gravado con “justicia” mediante fuertes impuestos. Obama quiere redistribuir el dinero recaudado de este 1% a programas de ayuda a los pobres y a la clase media, cuya situación económica se ha deteriorado durante las últimas décadas mientras los ricos se tornaban más ricos.
La postura de Romney es totalmente contraria. Romney considera al sector privado como el principal motor de la creación de empleos. Siente que el Estado no está equipado para elegir adecuadamente a los ganadores y perdedores. Por el contrario, las economías crecen más cuando a las fuerzas de mercado se les permite operar libremente. Para Romney un Estado grande significa demasiados trabajadores en tareas que son económicamente poco productivas. Y los impuestos altos a los ricos no producirán crecimiento económico ni mayores ingresos fiscales. Por el contrario, ante mayores impuestos los ricos moverán su dinero a otra parte y no habrá más ingresos fiscales ni crecimiento económico.
Filosóficamente los dos candidatos también difieren. Obama le da prioridad al rol del Estado como garante de la justicia. Romney privilegia un Estado menos intervencionista, que libera el espíritu emprendedor en las economías de mercado.
Las diferencias entre Obama y Romney podrán parecer familiares a los latinoamericanos, particularmente a los que tienen gobiernos de centroderecha (México, Chile) o centroizquierda (Brasil, Uruguay). Más aún, el fin del boom de los commodities y la caída del crecimiento económico ya han comenzado a polarizar los sistemas políticos de la región, siguiendo líneas similares a las que dividen a los candidatos presidenciales en EE.UU. En consecuencia, para los latinoamericanos, estas elecciones presidenciales serán más ricas y atractivas que cualquier otra anterior.