La mejor cura para la resaca es beber más. Este tratamiento es tan popular y se practica con tanta frecuencia que ha adquirido nombres evocativos. Los estadounidenses lo llaman “el pelo del perro que te mordió” y lo estiman tan efectivo que a menudo aplican el mismo concepto en otras áreas: por ejemplo, la política monetaria.
Un remedio para el día después de una borrachera no debiera aplicarse a la economía nacional, pero es una idea atractiva que el remedio para un exceso de liquidez sea más liquidez. La última iniciativa de la Reserva Federal es un contundente trago de pelo de perro. Para reactivar la decaída economía estadounidense, la Reserva Federal ha decidido embarcarse en una campaña llamada quantitative easing, cuyo objetivo es bajar la tasa de interés de largo plazo en el mercado de deuda en dólares.
Esta nueva intervención está orientada al mercado inmobiliario local, que no ha sa-lido de su agonía pese a los muchos intentos de Washington por revivirlo. La idea es bajar la tasa que los compradores de casas deben pagar en Estados Unidos por una típica hipoteca a 30 años. Si la tasa es lo suficientemente baja, las ventas subirán y la crisis inmobiliaria, que se arrastra de capítulo en capítulo como una mala telenovela, terminaría por fin.
Esta última iniciativa no debiera sorprender a nadie. Desde el tercer trimestre de 2008 la Fed ha lanzado una iniciativa tras otra, más que duplicando el tamaño de su balance. Su valiente e inédita intervención salvó al frágil sistema financiero estadou-nidense del colapso total. Pero al hacerlo no contempló cabalmente el efecto que tendrían estas políticas en otros países.
Resulta irónico que la Fed esté provocando grandes dolores de cabeza en América Latina, región en la que Estados Unidos tiene tantos aliados naturales. Sin embargo, esta ironía se ha transformado en un desafío cotidiano para millones de latinoameri-canos.
La consecuencia indeseada de la intervención de la Fed ha sido particularmente obvia en Brasil y Chile. Las monedas de ambos países se han revaluado fuertemente. El real brasileño, entre mayo y noviembre de este año, pasó de 1,87 a 1,68 por dólar. Y el peso chileno, de 540 a 477 en el mismo lapso.
En cada país la respuesta local ha revelado el nuevo equilibrio de poder entre dos grupos. De un lado, los dueños de activos financieros y la creciente legión de profe-sionales de las finanzas en São Paulo y Santiago son los nuevos conquistadores. Del otro están los exportadores de mercancías sensibles al precio, tradicionales soportes del empleo y la prosperidad en las economías nacionales.
El bando financiero ha sido poderoso en Chile durante décadas, e incluye a millo-nes de ahorristas de clase media, de modo que no es sorprendente que las autoridades monetarias chilenas hayan tenido el trabajo más duro y la menor libertad de acción para frenar la apreciación del peso chileno.
En Colombia y Perú a las autoridades monetarias se les ha permitido neutralizar el fortalecimiento de sus respectivas monedas. Al parecer Colombia se fijó como objetivo un tipo de cambio de 1.800 pesos por dólar, y entre un día y otro asusta a los especuladores debilitándolo a 1825 o 1850.
En Brasil la enorme influencia de Henrique Meirelles y un tibio desincentivo tributario sobre los flujos de inversión han evitado que los inversionistas de portfolio inunden el país con una oleada de divisas.
Desde la perspectiva de la reunión del G20 en Corea del Sur, las luchas de los banqueros centrales en Brasil, Chile, Perú y Colombia parecen pequeñas escaramu-zas dentro de una guerra cambiaria mundial de enormes magnitudes.
Y mientras montos gigantescos de dinero fluyen a través de las fronteras, los equilibrios de poder se desplazan rápidamente hacia países que alguna vez fueron pobres. Este pensamiento reconfortante, sin embargo, no implica un mayor respiro para aquellos ciudadanos comunes en América Latina que buscan empleo en alguna in-dustria exportadora.
Mientras tanto la Reserva Federal seguirá lanzando una iniciativa tras otra, sirviendo tragos de una botella de licor y luego de otra, hasta curar la resaca de su juerga anterior. Y los banqueros centrales seguirán padeciendo dolores de cabeza que ningún whisky curará.