Comienzo reconociendo lo muchísimo que le debo a una gran institución del Estado: El Colegio de México. Ahí estudié mi licenciatura, lo que me permitió, luego, seguir con mis estudios de posgrado y, eventualmente, conseguir buenos trabajos en el gobierno, la iniciativa privada, la academia y los medios de comunicación.
Sin ánimo de presumir ni de exagerar, en mi querida alma mater recibí una de las mejores educaciones del mundo: una educación elitista. Los programas de licenciatura se abrían cada dos años. Después de un difícil examen de admisión en tres etapas, sólo aceptaban a muy pocos en cada generación. En la mía, de la licenciatura en administración pública, llegamos diez.
En el Colmex, los alumnos no éramos un número de matrícula. Los profesores sabían nuestros nombres y apellidos. Teníamos —tenemos todavía— una relación personal y directa con los maestros, muchos de ellos los mejores especialistas en diversas materias. Era, sin lugar a dudas, una institución elitista. Muy diferente a otros respetables modelos de educación del Estado que privilegiaban más la cantidad sobre la calidad.
Muchos años después, Carlos Elizondo, entonces director general del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), me invitó a trabajar ahí como secretario general. Acepté, con gusto, colaborar en otra institución elitista del Estado. Siguiendo el ejemplo del Colmex, el CIDE admitía muy pocos alumnos cada año, cuidadosamente seleccionados, que tenían la enorme oportunidad de obtener una de las mejores educaciones del mundo pagada por los contribuyentes. En aquel entonces gastábamos una buena partida de dinero para identificar a alumnos de gran potencial que vivían lejos de la Ciudad de México en condiciones socioeconómicas adversas. La idea era premiar el mérito de los mejores estudiantes del país, sobre todo aquellos que habían tenido que remar a contracorriente toda su vida.
Existen, desde luego, muchas otras organizaciones de élite sufragadas por los contribuyentes, además del CIDE o el Colmex. Ahí están los otros 25 centros públicos de investigación del Conacyt, los institutos especializados en la UNAM, el CINVESTAV del Poli y los 13 institutos médicos nacionales de la Secretaría de Salud, por mencionar los más conspicuos. Pero hay más. El Banco de México o el Instituto Nacional de Bellas Artes también son organizaciones elitistas por naturaleza. La pregunta es si el Estado debe o no financiarlas.
El costo, por institución, es relativamente bajo comparado al tamaño del presupuesto anual del gobierno. En el caso del CIDE (y aclaro que yo ya no tengo nada que ver con ese centro desde hace varios años), este año se le asignaron 396 millones de pesos. Es el 0.007% del total del Presupuesto de Egresos de la Federación de 2019 (5.8 billones). Un gasto absolutamente marginal.
Sin embargo, las instituciones elitistas del Estado producen, al año, muy pocos alumnos, investigaciones, operaciones, etcétera, por una razón: privilegian más la calidad que la cantidad. Y la calidad no sólo toma más tiempo, sino que, además, tiene un costo mayor. En este sentido, los productos de las instituciones elitistas sí tienen un costo individual alto.
Regreso a la pregunta: ¿debe el Estado financiarlas? En un país como México, donde existen más de 50 millones que viven en la pobreza, ¿no sería mejor repartir ese dinero entre la gente más desfavorecida?
Hace poco entrevisté al reconocido científico mexicano Antonio Lazcano. Cuando le hice estas preguntas, me contestó que se trataba de un falso dilema. Reconoció que la ciencia es efectivamente elitista. De lo que se trata es de hacer más grande a esas élites; sólo el Estado puede hacerlo. Gracias a lo poco que se ha invertido, hoy existen alrededor de 30 mil científicos en el país. Me gustó la respuesta de Lazcano, el concepto de agrandar las élites, un papel que le corresponde al Estado. Igual y si le dejamos esta tarea al mercado, nos vamos a tardar más tiempo y, en una de esas, más que agrandarlas podrían incluso achicarse.
Lo que es un hecho es que a López Obrador no le gustan nada las instituciones elitistas del Estado, precisamente por ser elitistas. Las ve con recelo. Considera injusto el privilegio, aunque se haya ganado por méritos. AMLO prefiere los programas masivos. En lugar de pocos centros de docencia meritocráticos, de calidad, muchas “universidades” donde van a admitir a todos los que quieran entrar a conseguir un título que quién sabe si va a servir para algo. Igual y tiene razón el Presidente. Yo no lo creo. Pero, claro, lo dice alguien que estudió y trabajó en instituciones elitistas del Estado.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.