Voy a tratar de plantear en este artículo algunos aspectos obligados a tener en cuenta a la hora de manejar nuestras inversiones. Pero en primer lugar necesito plantearme la cuestión básica de si necesito un asesor financiero.
Cuando nos duele la garganta vamos al médico. Cuando necesitamos cerrar la declaración de impuestos a las ganancias recurrimos a un contador. Hay otras tareas con intermediarios que son un “mal necesario”, tales como cuando se requiere demandar a alguien y se contrata a un abogado, porque su firma matriculada es un requisito. Al igual que cuando se escritura una casa y se le tiene que pagar al escribano.
Y cuando necesitamos manejar nuestras inversiones, ¿recurrimos a un asesor financiero? ¿O solemos pensar que podemos hacerlo mejor que otro?, a pesar de que pueda estar más informado que yo o ser más profesional en el manejo de las inversiones; es decir, conocer más instrumentos, realizar una apropiada diversificación de los riesgos, asesorarnos acerca de las mejores alternativas de inversión en función de nuestra relación riesgo/retorno, darnos una mínima guía en temas impositivos a la hora de invertir en una cartera de bonos o acciones, realizar estrategias de protección con opciones, o bien poder abrir una cuenta en un lugar al cual no se accede de manera directa, entre otros temas.
Es una pregunta simple, pero acerca de la cual muchos inversores no se sienten seguros de su respuesta. La tecnología mete la cola aquí también como en otros lugares: los “robo-asesores” que operan en forma casi automática, ¿nos podrían hacer prescindir el día de mañana de un asesor?
Mi respuesta es no: sino, no habría pilotos de carne y hueso en los aviones. Existen pilotos de verdad porque están entrenados para atravesar tormentas en las que muchas veces la mejor decisión se toma en el momento en base a una intuición fruto de la experiencia pasada que se haya adquirido, o bien de la mejor alternativa existente en ese momento específico, hecho que un algoritmo difícilmente lo reemplace.
Cuánta ayuda uno necesita en el manejo de sus inversiones dependerá de varios factores. En primer lugar depende de qué tan complicadas son las circunstancias financieras personales. No es lo mismo el caso de un situación financiera sencilla pero sin grandes recursos como la de una persona trabajadora asalariada que alquila su casa y que no posee tanta capacidad de ahorro, como en el otro extremo, un hombre de negocios realizado con diversas empresas y múltiples fuentes de negocios adicionales y múltiples propiedades inmobiliarias, que posee abogados y contadores para sus negocios diarios y que tiene resuelto no solo el problema de la sucesión a sus hijos a través de un trust irrevocable, sino también de su fondo de capitalización individual obligatorio y/o voluntario, o de sus inversiones financieras ya estructuradas de antemano, con múltiples numerosas carteras de inversión en diferentes brokers o bancos. En este último caso, si bien es más complejo, es más fácil de terciarizar o al menos de dejar en manos de terceros temas de inversiones financieras. La situación promedio se encuentra en algún punto en un lugar en el medio de ambos casos.
Uno deberá contestarse acerca de cuáles son los objetivos financieros a largo plazo y cuál es el horizonte de inversión. No es lo mismo invertir para poder comprarse la casa, pagar la educación de sus hijos, invertir en un seguro de vida para poder ganarle a la inflación a largo plazo, o bien guardar para herencia de nuestros hijos. Ahorrar para comprar una casa, pagar por la universidad o una jubilación son metas de inversión sencillas y concretas. Otras no lo son tanto, como por ejemplo, ganarle a la inflación o la mejor combinación de monedas.
Por eso, hay que tener en cuenta que el ciclo del dinero a lo largo de toda una vida se resume a la:
1) Acumulación: la etapa en la que uno ahorra e invierte con el excedente fruto de su propio trabajo e inversiones en activos reales. Las personas más jóvenes tienen más horizonte temporal, poco flujo de caja excedente, y la capacidad de tomar más riesgo para obtener mayores retornos.
2) Preservación: la etapa en la que uno consume e invierte el excedente de las inversiones financieras ya conformadas, además de la renta y usufructo del resto de los activos reales que se puedan llegar a haber comprado. Entre los 40 y los 50 años es la etapa activa más fructífera, además de poseer las mayores obligaciones financieras, por lo que las inversiones deberían ser menos riesgosas.
3) Distribución: es la etapa en vida en la cual uno se beneficia de la jubilación y del seguro de retiro. Complementariamente, se puede planificar la descendencia y transferir los activos a sus hijos para evitar el pago del impuesto a la herencia plena, por ejemplo, aunque dependerá de cada sistema tributario. Cuando se está cerca de jubilarse, se tiene menos tiempo para materializar las inversiones, por lo que debería tomarse aún menos riesgo. La fase de distribución es la etapa de disfrute de la acumulación realizada.
El riesgo y la volatilidad no siempre son malos, sino que con el tiempo ayudan a concretar los objetivos que demandan más tiempo: muchos inversores jóvenes no toman bastante riesgo en la etapa que pueden hacerlo. Al revés, el razonamiento es válido también: muchas inversiones son innecesariamente peligrosas a la hora de invertir cuando uno llega a la etapa de distribución.
Portafolios volátiles y agresivos no son apropiados para la última etapa y deberán tener en cuenta la edad del cliente. Hay que tener en cuenta no solo la edad, sino cómo evoluciona el grado de aversión al riesgo del inversor y su riqueza personal, porque puede darse el caso de una persona que quiera arriesgar más capital que antes en términos absolutos porque su fortuna creció mucho en los últimos años. Para eso, es necesario tener una visión conjunta de los activos del cliente, que muchas veces es renuente a dar información acerca de su estado. La adaptación debe hacerse en cualquiera de los dos casos con instrumentos acordes al perfil de riesgo del cliente.
Recordemos que el mayor obstáculo para el éxito en las inversiones financieras no es la habilidad para la selección de activos o bien la capacidad de comprar y vender en los mercados a tiempo (tener “market timing”), sino más bien el único factor que realmente está dentro de su ámbito de control, que es su propio comportamiento, sus emociones.
Es porque todos somos ambiciosos por naturaleza y creemos poder ganarle al promedio. Y porque existen los factores cognitivos, emocionales y psicológicos. Si les pregunto a los que están leyendo esta nota en este momento: ¿cuántos de ustedes esperan vencer al mercado este año?, la respuesta seguramente será tres cuartas partes que sí, que lo harán, lo cual es estadísticamente incorrecto a lo largo del tiempo en forma sistemática: con el tiempo, algunos estarán por encima del rendimiento promedio, pero muchos más estarán por debajo. El excesivo optimismo aparece como un factor obligado para controlar. El sesgo a invertir en lo que uno conoce también, porque siempre conlleva a invertir más de la cuenta en activos que no deberían concentrarse tanto.
El tiempo, la tasa de interés compuesta y la disciplina son tres factores que juegan a favor y están de nuestro lado. Si asignamos correctamente los riesgos, diversificamos, poseemos un modelo de asignación de activos o criterios de incorporación de los mismos, revisamos frecuentemente nuestras posiciones para un posible rebalanceo de acuerdo a la coyuntura y nos capacitamos e informamos constantemente, no hay motivos para pensar que uno no pueda hacer las cosas bien.
Siempre y cuando sepamos lo que estamos haciendo. En caso contrario, hay que recurrir a un profesional, como cuando nos duele la garganta y vamos a ver al doctor.
*Esta columna fue publicada originalmente en Sala de Inversión.