Las astas ya están listas en Washington y en La Habana. Cuando las banderas empiecen a ondear, los presidentes Obama y Castro recibirán aplausos seguros. Y es que la reanudación de las relaciones diplomáticas entre ambos países, tras haber permanecido más de cincuenta años congeladas, es recibida con beneplácito en todo el mundo. Se ha puesto fin a un anacronismo.
Pero este paso es sólo el comienzo de un largo y difícil camino lleno de obstáculos. Que el presidente de Estados Unidos -a diferencia de su homólogo cubano- tenga que obtener la aprobación del Congreso para reabrir la embajada en la isla es sólo un pequeño escollo, pero a la vez un ejemplo muy simbólico. Cada decisión del hombre más poderoso del mundo tiene que ser ratificada por el Parlamento estadounidense. Asimismo, ha tenido que esperar 40 días a que el Congreso aceptara tachar a Cuba de la lista de países que patrocinan el terrorismo, para poder dar el siguiente paso. No puede nombrar a ningún embajador sin el consentimiento del Parlamento. Y, algo especialmente grave: el embargo económico a Cuba sólo finalizará cuando sea capaz de vencer la resistencia de ambos partidos en el Congreso.
La democracia es una empresa ardua. A menudo, los jefes de Estado de países autoritarios miran con desprecio esta lucha prolongada en busca del compromiso, los innumerables procesos de coordinación y los mecanismos de control que, a sus ojos, son síntomas de debilidad e hipocresía. Las muestras de poder y liderazgo, tan importantes en política, adquieren mayor importancia cuanto menos convincentes son los argumentos. De ahí que en algunos países de América Latina se interprete el acercamiento entre Cuba y EE.UU. como una derrota del imperialismo y una victoria de la Revolución Cubana. Desde Venezuela a Argentina, de Nicaragua a Ecuador, los gobiernos populistas de izquierda en la región tienen razones para preocuparse, puesto que la reorientación política estadounidense pone en entredicho una imagen cuidadosamente construida a lo largo de los años.
El acercamiento a Cuba ha mejorado considerablemente la imagen de EE.UU. y ha cambiado el clima político del continente. Además, le ha dado un nuevo significado a la Organización de Estados Americanos y una nueva oportunidad al país que preside Barack Obama. La decisión de Cuba, a su vez, ha de ser vista en el contexto de sus graves problemas económicos, que aumentan a medida que empeora la situación en Venezuela.
Por tanto, no es casualidad que el gobierno cubano haya intensificado su acoso a la oposición. Nunca ha habido tantos arrestos arbitrarios como en las últimas semanas y meses. La señal es clara: para Cuba, la mejora de las relaciones con Estados Unidos no es más que una forma de obtener divisas. Un cambio en el sistema político ni se discute.
Los escépticos en el Congreso estadounidense y entre la oposición cubana en el exilio tiene razón: este acercamiento entre Cuba y Estados Unidos no es una victoria para la democracia. Pero con la reapertura de las embajadas hay más posibilidades para el intercambio directo entre los países y entre las personas. Mayores oportunidades para el diálogo. La democracia no necesita victorias.