Cambió el gobierno y cambiaron las percepciones de la ciudadanía, pero lo que no ha cambiado es esa propensión tan mexicana a destruir todo lo existente para construir algo totalmente nuevo sin aprovechar ni lo bueno del pasado ni las lecciones de los errores que antes se cometieron. Cada presidente se siente señalado por un ser superior para construir sus propios errores y cometer sus propias pifias.
Por encima de todo, nuestro sistema lleva a que todo se conciba en términos políticos y no en función del desarrollo: lo importante es ganar el poder e ignorar las necesidades y demandas ciudadanas. Por eso se reinventa la rueda cada seis años, se prometen soluciones sin realizar un diagnóstico del problema a ser resuelto y se abandonan programas que sí funcionan porque los nuevos que llegan –cada seis años- quieren imponer sus prejuicios en lugar de construir sobre lo existente, por el mero prurito de cambiar.
El punto es obvio: no existe continuidad ni el menor interés por aprender las lecciones del pasado para mejorar el futuro. ¿Cómo, en este contexto, será posible progresar?
La incongruencia entre el discurso y los resultados es patente y todo mundo la ve. Llega un nuevo gobernante –a cualquier nivel- y lo primero que hace es correr a todos los que saben para traer a sus propios expertos. Por supuesto que los nuevos no saben nada, pero sí saben una cosa: que lo que existe, lo que se hizo en el pasado, está mal. Esta tradición tan mexicana ocurre cada seis años, sin distingo de personas o ideologías.
Llega el nuevo equipo lleno de bríos y certezas que sabe nada excepto que el equipo saliente es incompetente e ignorante (y, ahora, corrupto), razón por la cual no es necesario consultarlos o aprender de ellos. En ese primer recambio se pierde la poca experiencia y memoria histórica que existe, lo que explica los resultados tan patéticos que ocurren cuando se trata de entidades cruciales -como seguridad pública, la procuraduría, gobernación y hacienda. En lugar de continuidad, el nuevo equipo comienza por empujar la piedra montaña arriba que, como en el Sísifo de la mitología griega, nunca llega a la cima. Para cuando los funcionarios aprendieron, es tiempo de que llegue el nuevo equipo a empujar la piedra una vez más.
Desde luego, hay muchas cosas que deben cambiar en el país, pero hay muchas otras que funcionaban razonablemente bien. La indisposición de nuestro sistema de gobierno para diferenciar entre estas dos contrastantes realidades explica, al menos en alguna medida, la necedad de abandonar lo que sí funciona en lugar de concentrar los esfuerzos de un nuevo gobierno en los asuntos que efectivamente requieren una concepción radicalmente nueva.
El resultado, observable en un sexenio tras otro, es que nunca llegan a fructificar los programas existentes o a mostrar su potencial para resolver los problemas que se pretendía atacar. De hecho, en la gran mayoría de los casos, los programas que se adoptan responden más a prejuicios, preconcepciones y visiones ideológicas que a diagnósticos consolidados sobre la naturaleza del problema específico.
Por ejemplo, hoy en día se importa gas muy barato de EUA porque en ese país hay una gran sobreproducción, pero esa circunstancia va a cambiar tan pronto entren en funcionamiento las terminales de licuefacción que se están construyendo en aquel país. Lo racional sería dedicar los muy escasos recursos de Pemex a desarrollar pozos de gas en lugar de construir una nueva refinería, cuando hay varias otras operando muy por debajo de su capacidad y, además, el mercado de gasolina del mundo es mucho más estable y predecible que el del gas. La construcción de una refinería nueva responde a una visión ideológica, no a un diagnóstico de las circunstancias que caracterizan al mercado energético o a su potencial evolución.
Lo impactante de México es que el país progrese a pesar de la propensión gubernamental a reinventar la rueda cada seis años. Lo que no es tan impactante o difícil de dilucidar es la razón por la cual problemas ancestrales como la pobreza y el rezago cada vez mayor que experimenta el sur del país persisten. El país avanza a pesar del gobierno y, al mismo tiempo, el gobierno hace muy difícil que el conjunto del país salga de los círculos viciosos que resultan de la falta de continuidad de los programas y políticas públicas. Esto me recuerda una famosa frase de Betrand Russell: “el problema en este mundo es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas.” Si cambiamos novatos por estúpidos y experimentados por inteligentes, ahí está una buena parte de la explicación de nuestro perenne subdesarrollo.
En México hay muchas cosas que deben cambiar para asegurar una convivencia pacífica y sin violencia, para reducir la pobreza y crear oportunidades para el surgimiento y desarrollo de millones de nuevas empresas, y para darle la oportunidad a la niñez de hoy de ser exitosa cuando llegue a la edad adulta y se incorpore en un mercado laboral que va a ser dramáticamente distinto al de cuando se concibieron los programas educativos de hoy. Si vamos a reinventar la rueda, es en estos ámbitos en que debería hacerse, pues es ahí donde yace el futuro del país.