Un pasaporte hurtado basta para saquear las cuentas bancarias de la víctima y cometer otros delitos. Una y otra vez, empresas globales como Google o Facebook notifican que los datos de millones de sus usuarios han sido robados; una y otra vez, la indignación es grande y, sin embargo, nadie parece aprender de esos chascos. Aunque los operadores de esas plataformas juran optimizar las medidas de seguridad, es sólo una cuestión de tiempo para que estalle el siguiente escándalo.
La mayoría de los usuarios continúan surfeando en Internet despreocupadamente, dejando rastros de su identidad en un rincón virtual tras otro. De esa manera, día a día, ellos mismos contribuyen a crear un perfil exacto de sus movimientos y se lo regalan, prácticamente, tanto a las autoridades estatales a cargo de la seguridad nacional como a la industria de la publicidad y a los comerciantes. A muchas personas eso les resulta indiferente; su lema es “yo no tengo nada que ocultar”.
Cuentas vacías
Es muy probable que quienes piensan de esa manera ni siquiera se imaginen lo que puede pasar con sus datos biométricos; con sus huellas digitales o los iris de sus ojos. Hace unos días, un reportaje televisivo explicaba la facilidad con que esos rasgos de identidad presuntamente seguros pueden ser manipulados y usados para cometer delitos. Frente a las cámaras, expertos en informática demostraron que era posible crear copias de huellas digitales con un poco de pegamento para madera y acceder, de esa manera, al contenido de teléfonos inteligentes bloqueados por sus dueños.
Con similar facilidad es factible manipular el iris. Ese recurso permite sortear todo tipo de controles de seguridad en los aeropuertos y los interesados saben dónde buscar esa tecnología: en los rincones más oscuros de Internet, allí donde hasta los servicios secretos se pierden, en la darknet. Ese es el ágora de los traficantes, quienes seguramente hacen negocios turbios con la identidad de un montón de incautos sin que éstos se enteren… hasta que sus cuentas bancarias son vaciadas o la Policía los busca por delitos cometidos en sus nombres por otras personas.
El Estado, mal ejemplo
La mayoría de las personas se niega a creer que pueda ser víctima de un robo de identidad. Pero en la era digital, todos dejamos huellas, inexorablemente. Muy pocos pueden evitarlo porque son demasiados los comercios donde sólo se puede comprar online y porque el Estado obliga legalmente a los ciudadanos a entregarle sus datos biométricos. El mejor ejemplo: el pasaporte. Las huellas digitales obtenidas con un aparato láser aterrizan sin codificación protectora en las computadoras de las instituciones públicas; eso lo confirmó un funcionario de la instancia que fabrica los pasaportes en el reportaje televisivo que mencioné antes. Y el Ministerio del Interior alemán describe esta práctica como “suficientemente segura”. En realidad, ese sistema es escandaloso porque el Estado no ha subsanado todavía los flancos débiles de su sistema de seguridad, unas deficiencias que se conocen desde hace años. Todo apunta a que el Estado considera que ese riesgo es controlable, pero es difícil imaginar las reacciones, si un terrorista llegara a aprovecharse de esa negligencia.
Mientras menos datos, mejor
En lugar de endurecer las leyes en la lucha contra el terrorismo e intensificar la vigilancia en todas las áreas de la vida pública y privada, la clase política debería hacer sus tareas digitales. Lo mismo vale para la gran mayoría de los ciudadanos y consumidores; deberían esmerarse en dificultar al máximo que el Estado y los comerciantes tengan acceso a sus datos. De esa manera se protegerían a sí mismos y reducirían, al mismo tiempo, el riesgo de abusos.