El polvorín de protestas que sacuden al mundo, desde Francia hasta Irán, y desde el Líbano hasta América Latina, con protestas en Chile, Ecuador y ahora en Colombia, son movimientos ciudadanos que piden cambios y reformas a los modelos económicos que profundizan los niveles de desigualdad y pobreza.
En Colombia, el conflicto armado no había permitido que la clase emergente fuera alternativa de poder. De allí que el proceso de paz generó una polarización política que originó una lucha de clases entre la clase dominante y una clase emergente que busca llegar al poder para hacer trasformaciones y reformas económicas, políticas y sociales que no se han realizado desde hace más de un siglo.
Una clase emergente que no buscar cambiar el modelo económico, sino reformas al modelo que permitan impulsar una nueva dinámica en el crecimiento. Con esto, el surgimiento de nuevas fuerzas productivas, reformas estructurales a la distribución de la tierra y los sistemas educativos, de salud y pensional. Plantea también una diversificación de la economía, una mejor distribución de la riqueza, de las inversiones públicas, más control al gasto público y al desmadre de la corrupción.
Esa clase emergente no es sinónimo de izquierda como se ha pretendido satanizar para deslegitimar sus demandas. Es una clase heterogénea de ciudadanos de izquierda, centroderecha, indignados liberales, conservadores, de sin partidos y de agremiaciones de trabajadores y de estudiantes de las capas sociales media de nuestra sociedad. Es esa clase media que está protestando y haciendo sonar cacerolas en las calles; quiere sentarse con el gobierno a negociar las reformas que permitan tener una sociedad con más justicia social, más incluyente, más participativa y menos discriminatoria.
Lo que están planteando los marchantes de esa clase emergente son las reformas que necesita el país para reorientar su desarrollo económico y pasar de una economía extractivista de minerales a una economía basada en una revolución industrial y agrícola. Somos un país donde en las últimas cuatro décadas la actividad industrial retrocedió del 25 al 12% del PIB; el 10% de la población más rica gana cuatro veces lo que gana el 40% de la población más pobre; el 55% de los trabajadores gana menos del salario mínimo y menos del 40% de la población de adultos mayores recibe una pensión.
La reforma agraria que se plantea es para haya una mejor distribución de la tierra, dado que el 1% de la población más rica es propietaria del 71% de tierra. Sin embargo, el gobierno y sus defensores, en lugar de abrir un debate de fondo sobre estos asuntos, tan cruciales para disminuir los niveles de desigualdad, afirman que los marchantes quieren acabar con el país. Sin tomar en cuenta que, incluso, varios estudios del Banco Mundial se recomienda que el acceso a la tierra, la capacidad de intercambiarla y de usarla, son de gran importancia para la reducción de la pobreza, impulsar el crecimiento económico, la inversión del sector privado y disminuir los niveles de las desigualdades.
Las reformas que plantean los marchantes no son para convertir a Colombia en socialista, como dice el gobierno y los del Centro Democrático. Tampoco son para acabar con el país, sino para modernizar el Estado y la economía. En otras palabras, son reformas dentro del modelo económico capitalista. De allí que estas movilizaciones tengan un enfoque muy diferente a las movilizaciones anteriores. Aspecto que, por las desinformaciones del gobierno y de sus seguidores, no sale con fuerza a la luz: son reformas urgentes y necesarias, dado que somos uno de los países más desiguales, donde el 10% de los más ricos se queda con la mitad del PIB, mientras que el 10% más pobre sólo tiene el 0,6%. Y si eso fuera poco, somos un país donde el 1% de la población controla más del 50% de la riqueza nacional.