El pasado martes, en las inmediaciones del Aeropuerto de la Ciudad de México, un grupo de taxistas “tradicionales” destruyó varios autos que brindan servicio de taxi en asociación con la empresa Uber. Según los taxistas, Uber representa una competencia “desleal”, la cual les ha costado clientes. Es por ello que perpetraron el ataque en cuestión.
Este incidente constituye el más reciente episodio del interminable enfrentamiento entre los taxistas del DF y Uber, el cual comenzó tan pronto dicha compañía empezó a operar en la Ciudad de México. Por un lado, los operadores de taxi señalan que el servicio de Uber no está regulado (y de que “les come el mandado”, por supuesto). Por otro lado, los choferes de Uber consideran que es mejor trabajar para esta empresa (es más seguro, por ejemplo) que ser taxista. Por su parte, muchos usuarios están satisfechos con Uber.
Mientras eso ocurre, el gobierno del Distrito Federal se ha tardado en reaccionar. Así, es sólo desde antier (Uber tiene más de un año en la ciudad) que los autos de esta empresa operan bajo un conjunto de reglas (ya no es verdad, pues, que Uber no está regulado) que incluyen el pago de un permiso de operación y la exigencia de que los vehículos Uber cuenten con seguro.
Ahora bien, si Uber ya está regulado, ¿por qué los taxistas continúan en su contra? Porque no quieren compartir el mercado, porque saben que Uber es una opción superior al taxi de siempre y porque, en esencia, temen quedarse sin trabajo. Todo eso es entendible; era obvio que los taxistas tradicionales reaccionarían como lo hicieron apenas se enteraran de lo que es Uber (también en otros países ha habido conflictos entre Uber y taxistas).
Pero lo que jamás debió haber ocurrido es que el gobierno del DF no se diera cuenta de que se avecinaba un problema grave entre Uber y los servicios de taxi. Lo que tampoco es aceptable es que los taxistas recurran a la violencia: si las cosas siguen como hasta ahora, es cuestión de tiempo para que un chofer de Uber, y tal vez hasta algún usuario, sean lesionados gravemente o, inclusive, pierdan la vida a manos de taxistas.
Dicho lo anterior, no hay que olvidar que estamos hablando de México. De hecho, el caso Uber-taxistas es un ejemplo estupendo (lamentablemente) de algunas de las cosas que están mal en el país: por una parte, tenemos un grupo de interés bien establecido (los taxistas) que, bajo ninguna circunstancia, está dispuesto a permitir que alguien más participe en el mercado que domina. Por otro lado, hay un gobierno (en este caso el del Distrtio Federal) que se tarda en actuar y que permite violencia y abusos por parte del grupo de interés en cuestión. Están también presentes los usuarios de servicios de taxi quienes, en vez de poder elegir libremente entre Uber o un taxi habitual, ven sus opciones limitadas debido a que los taxistas agreden a los autos Uber, y a que las “autoridades” no hacen nada al respecto, cuestión que también afecta a los choferes de Uber en todo sentido.
La historia taxistas-Uber refleja, pues, que el mercado laboral no opera realmente como tal (hay barreras de entrada), que el gobierno está constantemente superado por la realidad, que el respeto a la ley, a la propiedad privada y al prójimo son sólo palabras para muchos mexicanos, que el abuso y la violencia son cotidianas, que es muy difícil abrir y operar una empresa y que, todo ello, termina por afectar a los mexicanos en su papel de consumidores (menos opciones) y de ciudadanos (ambiente de fragilidad y vulnerabilidad).
*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.