La embestida de Donald Trump contra México se convirtió las últimas horas en una oportunidad interna sólo semejante a la experiencia ciudadana de 1985.
Entonces como ahora, la vivencia del desastre, obliga a reconocer límites y alcances de una Presidencia de la República que sigue siendo eje articulador de la gobernabilidad.
Porque más allá de las consideraciones sobre el sexenio de Enrique Peña y las fobias —que hoy suenan superfluas— hacia el canciller Luis Videgaray, es evidente que, en esta crisis, el gobierno no puede ni quiere estar solo.
Para fortuna de todos, la incertidumbre, el enojo y la vergüenza mutaron esta semana a la retórica de la unidad y el cierre de filas.
Así que hoy todos los actores relevantes de la cosa pública y de las fuerzas políticas hablan de pactos, acuerdos y estrategias comunes para enfrentar la declaración de guerra del gobernante vecino.
Toca al presidente Peña y a su gabinete conseguir que los llamados a la defensa de la soberanía se traduzcan en hechos.
Ésa sí que es y seguirá siendo tarea del Ejecutivo: ordenar ofrecimientos y reclamos, articular propuestas y alternativas.
Y lo más importante: incluir y tomar todos los apoyos, capitalizarlos con tino y dosificar su uso.
Me refiero a que corresponde a Peña conciliar las posiciones beligerantes con las negociadoras. Sí: hablar por teléfono con el de la Casa Blanca para atemperar ánimos, como lo cabildeó su canciller.
Pero también escuchar a un Andrés López Obrador que desde su posición de presidenciable puntero habla de acudir a las instancias internacionales para acusar a Trump de violación a los derechos humanos por perseguir a migrantes.
Puesto que se trata de una guerra diplomática, comercial y política en la que habrá de definirse la relación de México con Estados Unidos, el gobierno necesita presionar y ceder.
De ahí que el desafío de Peña ahora no sólo es afrontar la embestida de Trump, sino hacerlo de la mano de los poderes formales como el Congreso, los gobernadores y las dirigencias partidistas. Pero hacerlo en serio, trascendiendo pronunciamientos de papel.
Es un desafío que obliga a atender las ideas de los llamados poderes fácticos, como sucedió ayer cuando los reflectores se concentraron en el empresario Carlos Slim.
Experto en los negocios globales y uno de los mexicanos más ricos del mundo, asumió la doble vía: hay que renegociar el TLC sin entregarse, y además poner énfasis en la inversión nacional.
Y qué decir de las recomendaciones de los expresidentes Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón, involucrados en la redefinición del futuro de México en Norteamérica.
Sus consejos a Peña para afrontar lo inédito confirman el entierro de los rituales que durante décadas acompañaron el presidencialismo, como aquel de que los exhabitantes de Los Pinos debían guardar silencio.
Y si bien resulta encomiable que los poderes Ejecutivo y Legislativo pretendan acompañarse, la coyuntura igualmente ha mostrado las limitaciones de un vínculo que raya en la simulación y el formalismo.
López Obrador lo señaló al cuestionar que la llamada Peña-Trump se diera antes de las reuniones en Los Pinos entre el mandatario federal y los líderes parlamentarios del Senado y la Cámara de Diputados.
“¿Para qué los invitaron, si ya habían tomado una decisión? Lo de hoy huele mal. Lamentable. Imagínense un acuerdo para no tratar el muro, un acuerdo en lo oscurito. ¡Es la ignominia!”, impugnó el candidato de Morena.
Pero el activismo de López Obrador y su anunció de este domingo, de que impulsará en Estados Unidos un frente cívico contra la xenofobia, también dejaron en claro que la carrera presidencial al 2018 ya cambió de tablero.
A partir de ahora, la competencia electoral pasará por la capacidad de cada aspirante para construir respuestas frente a Trump. Ya no sólo será cosa de promesas y saliva.
Y ése es otro saldo que evidencia esta crisis: los buenos deseos no se traducen en acciones. Es el caso de la diplomacia parlamentaria que ahora mismo debería ser un instrumento a favor del Estado mexicano.
Hay algo más que este mal momento deja al descubierto: el desperdicio de tiempo que el Congreso experimenta en reformas de papel.
Lo digo porque justo en la anterior Legislatura —la del Pacto por México y los cambios en educación, sector energético y telecomunicaciones— se construyó una ley que, de haberse operado, ahora sería un salvavidas.
El entonces diputado federal Adolfo Orive, del Partido del Trabajo, convenció a Luis Videgaray, en ese momento secretario de Hacienda, de integrar un marco jurídico para recuperar el concepto del desarrollo industrial con la mira en el impulso de cadenas productivas y nichos empresariales por regiones.
Aunque la iniciativa de aquella Ley de Competitividad vino del presidente Peña, en la práctica nadie la hizo suya.
Bajo la inercia del TLC, el fomento económico interno era mera retórica. Del Congreso y del Presidente.
Asumir el costo de la simulación frente a los límites de ambos poderes, es una de las lecciones que deja la semana en que Trump nos puso a temblar. De miedo primero, de rabia después. Y ahora, ojalá, de dignidad.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.