El verano pasado visité Port Washington, en Long Island, que es donde se ubicarían West Egg e East Egg, las localidades ficticias enfrentadas en una bahía, donde viven los personajes centrales de "El Gran Gatsby", la novela que F. Scott Fitzgerald publicó inicialmente en 1925 y le dio fama eterna. Encontré por simple coincidencia un castillo a orillas del mar que bien podría haber sido la residencia de Jay Gatsby, de acuerdo a las imágenes que propone Baz Luhrmann en su versión fílmica. Todo texto literario tiene necesariamente alguna concreción física, más aún cuando los referentes son tan próximos como en el caso del realismo norteamericano. En ese momento, en Port Washington, tuve un ligero atisbo al mundo de Gatsby, como me sucedía permanentemente al recorrer las calles de Queens en donde viví en forma irregular durante estos últimos años. Me preguntaba a mí mismo donde podría haber estado el garage de Wilson frente al enorme cartel del oculista T.J. Eckleburg, que dominaba el panorama como los ojos de Dios. ¿Sería en Flushing o en Corona? Sin duda, antes de llegar a Astoria, cuando Gatsby y su comitiva se precipitaban al Queensboro Bridge para entrar desordenadamente a Manhattan.
¿Por qué todo esto? Quizás como pretexto para hablar de la película de Luhrmann, o mejor aún, para definir ciertas dramáticas diferencias con la novela de Scott Fitzgerald. Al releer el libro a uno le queda claro que es todo menos un melodrama folletinesco como lo es la película. Nada tiene "El gran Gatsby" de algún tipo de basura seudo-cultural sobre la vida de los ricos que se publica excesivamente en nuestros días. Todo lo que en la novela es contención, en la película es exceso; todo lo que es íntimo, se desborda descaradamente; todo lo que es riqueza de lenguaje se convierte en chabacanería de imágenes, como esas multitudes de sirvientes en la casa de los Buchanan, una suerte de "chorus-line" de un espectáculo de Broadway, rompiendo incluso la magia tan bien lograda de la presentación del salón donde yacen en esa modorra de millonarios, Daisy Buchanan y su amiga Jordan Baker.
Y aquí entramos de lleno en uno de los puntos más inquietantes en torno a la naturaleza de "El gran Gatsby". El sentimiento de que todos sus personajes, tal vez con excepción de Nick Carraway, el observador y narrador, son odiosos, torpes, tal vez lo que muchos consideramos hoy lo peor de la sociedad. De cualquier sociedad. Tom Buchanan, sin ir más lejos, es racista, clasista, despótico, abusador sexual. Daisy es arribista, fría, sentimentalmente falsa, calculadora, mentirosa. Y lo que parece peor, Jay Gatsby, el único ser capaz de sostener una débil esperanza -como la luz verde del faro al frente suyo-, está igualmente atrapado en ese mundo despiadado entregado a los más oscuros, perversos negocios y a la más completa explotación que se observa al paso en el paisaje del garage del mecánico Wilson y su patética mujer.
¿Podría ser una virtud que Luhrmann, con su desproporcionada imaginería de mal gusto, su juguete juvenil para espectadores perezosos, los dejara aún más expuestos a nuestro juicio?
Scott Fitzgerald dice en un prólogo que escribió para una edición de 1934 (publicado al parecer por primera vez en español en la edición de Tajamar Editores, Chile, 2013): "Creo que es un libro honesto, es decir, que no utiliza ningún virtuosismo para lograr un efecto", y casi en forma sarcástica agrega: "Como sus páginas no están cargadas de grandes nombres de grandes cosas y no se ocupan de campesinos (que son los héroes del momento), es fácil juzgarla de un modo que no tiene relación alguna con la crítica pero sí mucho que ver con hombres que han gozado de muy pocas ocasiones para expresarse".
Sin duda, él estaba prácticamente en sus inicios. Tenía 29 años al momento de publicarla y había encontrado un héroe que calzaba con sus sentimientos y con cierta imagen del mundo en que se había criado o que había creado. Probablemente no tenía mucha conciencia de los alcances políticos de esos despiadados millonarios, ni mucho menos de la tragedia económica que acechaba sobre su país, escribiendo en medio de excesos europeos, a punto de zozobrar a temprana edad. Estaba sumido en la más completa inocencia o en el más absoluto egoísmo, pero tal como se lo señaló Gertrude Stein: "Estás creando el mundo contemporáneo de manera semejante a como Thackeray creó el suyo en "Feria de Vanidades'". Es decir, observando la realidad aunque acomodándola a la invención literaria.
Eso es lo que la cultura mundial celebra avanzando ya 100 años después, y que Luhrmann desbarata en su película. Hay que convenir que ciertos personajes del filme transmiten emoción, pese a la cursilería sobreexpuesta en la pantalla. Cuando Gatsby lanza camisas y camisas desde el segundo piso de su palacete, es hoy en día un aviso publicitario de tienda comercial. Y es ahí cuando lo más detestable de ellos aflora sin compasión: al compararlos con sus semejantes del siglo XXI. En esta ausencia de “campesinos” -aunque veamos el sufrimiento de Wilson y su mujer-, la brutalidad del sistema ataca sin piedad porque esos seres se nos rebelan como parte de lo peor que nos rodea.
¿Sucede lo mismo al leer las páginas de "El gran Gatsby"? ¿Es válido hacerse esa pregunta ante un texto literario que, a juicio de Richard Yates: "fue mi introducción más perfecta al oficio de escritor…"?
Sin duda que no. Jay Gatsby y sus semejantes pertenecen a un mundo construido en las palabras, en la reflexión y el “intrincado diseño” del cual el mismo Scott se hizo parte. Ellos terminan de alzarse en la lectura y allí se erigen como figuras trágicas en la mejor tradición de la literatura norteamericana. Es difícil que la pantalla logre captar la esencia de sus espíritus sin malograrlos, convertidos en ruines personajes de carne y hueso. Ya es un intento fallido al menos tres veces, en que el melodrama y cierto romanticismo desbocado se antepuso al rigor de la novela. De cualquier forma, estamos nuevamente hablando del Gatsby y de ese campeón del derrumbe que fue su autor.