La suerte no acompaña al presidente de Chile, Sebastián Piñera. Una tormenta en la región del Bío-Bío, con inéditas trombas marinas, lo obligó a viajar a la zona a pocas horas de su segunda cuenta al Parlamento, el pasado 1 de junio. Un nuevo esfuerzo para recuperar popularidad, la que muestra una aguda caída en las encuestas de opinión. Lamentablemente, el principal activo del presidente, la economía, donde había cifrado sus esperanzas, no lo está ayudando.
Aunque hubo un razonable crecimiento durante 2018, la actividad económica ya anuncia su disminución para el año en curso, con apenas un crecimiento del 1,6%, en el trimestre pasado. Se agrega a ello un aumento del desempleo y la disminución de las inversiones. Paralelamente, la pérdida de competitividad de nuestro país, junto a la manipulación de las cifras del INE, anuncian incertidumbre, especialmente para una economía exportadora y que además busca atraer inversionistas extranjeros.
Las dos principales reformas económicas del gobierno, en las que ha colocado grandes esfuerzos, no ayudan a mejorar las expectativas. Han ampliado las disputas en el ámbito político porque la reintegración impositiva devuelve dineros al gran empresariado, en momentos que el bajo precio del cobre empobrece las arcas fiscales. Y, la reforma laboral debilita al sindicalismo, permitiendo al patrón negociar individualmente con el trabajador la jornada de trabajo. Así las cosas, ha resultado imposible avanzar con estas iniciativas en el Parlamento.
Por si esto fuera poco, el ministro de Economía, José Valente, además de no leer novelas, comete demasiados errores que afectan las expectativas económicas. Hace algunos meses le dijo al empresariado que para reducir riesgos debieran invertir no solo en Chile, sino también en los mercados externos; además, se equivocó con el texto de la ley que obligaba a los acreedores de las pymes al pago en 30 días, ya que omitió el derecho de estas a demandar a los morosos.
El gobierno y los sectores del empresariado hacen mal en responsabilizar del debilitamiento económico y de la pérdida de competitividad a las reformas que llevó a cabo la presidenta Michelle Bachelet. Enardece a la oposición y, además, es una visión equivocada.
Para crecer hay que frenar la prepotencia de Trump
La economía chilena se encuentra hoy día en medio de una guerra comercial, que hace caer los precios del cobre y otras exportaciones de materias primas, con efectos traumáticos para la actividad económica. Además de los errores propios, la principal responsabilidad radica en el proteccionismo del presidente Donald Trump.
Nuestra economía es muy abierta al mundo y, por tanto, no tendremos un buen crecimiento si no se frena la agresividad comercial (y política) de los Estados Unidos y para ello al gobierno no le basta el camino propio. Tiene que acumular fuerzas con otros países, actuar de forma multilateral.
La guerra de Trump desafía a China, pero recientemente ataca a México. Sus efectos inciden seriamente en nuestras exportaciones, en particular con la caída del precio del cobre y el correspondiente deterioro del peso. En consecuencia, es imperativo que la diplomacia chilena retome la política multilateral para frenar el proteccionismo. No se trata sólo de rechazar la agresividad de Trump frente a China y de la solidaridad que le debemos a México, sino principalmente de la defensa de nuestros intereses comerciales.
Enfrentar el proteccionismo de Trump exige reunir esfuerzos con los países de la Alianza del Pacífico y, si es posible, con Mercosur para reclamar con una sola voz ante la Organización Mundial de Comercio sobre la elevación de los aranceles que impuso Estados Unidos a México. Al mismo tiempo, en el marco de las reuniones preparatorias de la próxima reunión de la APEC, a realizarse en nuestro país, debiéramos colocar como prioridad el cuestionamiento a la guerra comercial desatada por Trump contra China.
Para desarrollarnos se requiere cambiar el modelo productivo
Se ha destacado en estos días la caída de la competitividad. Pero esta no es responsabilidad de un gobierno, sino de todos los gobiernos y, por cierto, del modelo productivo que caracteriza nuestra economía. Por tanto, no tiene un carácter coyuntural, sino estructural. La caída de la competitividad es resultado del estancamiento de la productividad, por más de una década. Y, la pobre innovación y escasa calificación de la fuerza de trabajo impiden mejorarla.
Es preciso entender que el modelo productivo existente impide innovar y cierra puertas a una mayor calificación de la fuerza de trabajo. Extraer materias primas, en vez de procesar bienes, resulta más fácil y otorga una elevada renta, sobre todo cuando no existen royalties apropiados que regulen las actividades extractivas. En cambio, procesar bienes o generar servicios es más complejo, y obliga a una creciente y competitiva incorporación de nuevas tecnologías, con la exigencia de fuerza de trabajo más calificada.
El modelo productivo, extractor de materias primas, otorga elevadas rentas, pero no estimula inventar, ni crear tecnologías muy sofisticadas. Adicionalmente, la inmensa acumulación de ganancias que se han obtenido de la extracción de materias primas le ha permitido al gran empresariado extender sus actividades al sector financiero: a la banca, las AFP y las isapres.
Al empresariado le resulta cómodo vivir de las rentas generadas por las materias primas y el sector financiero, pero al resto del país lo perjudica. Cuando se produce cobre no procesado, madera, productos del mar y bienes agropecuarios no se generan grandes encadenamientos hacia el resto de la economía, no hay oferta de puestos de trabajo abundantes y calificados y no se utilizan tecnologías muy sofisticadas. Además, como gran parte de ese tipo de producción se exporta, nuestro país está sujeto a los vaivenes de la actividad económica mundial y, como sucede ahora, sufrimos con los bajos precios de nuestras exportaciones.
Dada la estructura productiva existente, el sector privado no invierte en ciencia y tecnología, pero tampoco lo hace el Estado. Entonces, el presupuesto público destina apenas de un 0,38% del PIB para la ciencia y tecnología. Al mismo tiempo, el Estado no se siente obligado a enfrentar las desigualdades en la calidad en la educación, porque no resulta indispensable para el modelo productivo y de allí que los salarios sean muy reducidos.
Para potenciar la economía, a mediano y largo plazo, e ingresar al desarrollo, es insoslayable caminar más allá de la producción de recursos naturales. Se precisa además que las empresas pequeñas se acerquen a las grandes en eficiencia y que se reduzca la heterogeneidad económica entre los distintos territorios del país. Esto significa transitar a un nuevo modelo productivo, el que sí permitirá mejorar la productividad y la capacidad competitiva de nuestra economía.
Para construir ese nuevo modelo productivo las espontáneas fuerzas del mercado no ayudan. El Estado debe convertirse en un agente activo de la transformación, actuando en las siguientes direcciones. En primer lugar, aplicando royalties efectivos a los recursos naturales, para encarecer su extracción; pero, al mismo tiempo, debe ofrecer claros incentivos a los agentes económicos dispuestos a invertir en actividades de transformación.
En segundo lugar, es indispensable un decidido impulso a la ciencia y tecnología, apuntando a una inversión de recursos que alcance la media de los países de la OCDE, vale decir, el 2,5% sobre el PIB; y, paralelamente, con la generación de incentivos para que la empresa privada también se comprometa en avances tecnológicos.
En tercer lugar, no puede haber dudas sobre la necesidad de mejorar la calidad educacional para todos los niños y jóvenes, así como avanzar sustancialmente en la formación técnica de los trabajadores.
En suma, para crecer en lo inmediato es preciso frenar el proteccionismo de Trump, lo que obliga a recuperar iniciativas multilaterales. Y, para conquistar el desarrollo se necesita modificar el modelo productivo actual, para construir una economía diversificada, hegemonizada por la ciencia, la tecnología y la innovación.