Europa es una catedral que, como Notre Dame, tomó muchos siglos construir. Que siguió evolucionando en su estructura y composición; que ha visto y vivido luces y sombras, amenazas y resurgimientos, y que en pleno siglo XXI está ahí, erigida como fruto de la voluntad humana, de valores, creencias, anhelos, solidaridades concretas. El incendio y la destrucción de parte importante de Notre Dame, así como la pérdida de arte y testimonios históricos de la historia francesa y europea en ese lugar, mueve necesariamente a una reflexión sobre Europa como una realidad socio-cultural milenaria, que hoy vive una etapa compleja, incierta y desafiante. ¿No hay acaso un símil, una analogía evidente?
Notre Dame estaba ahí desafiando el tiempo y cualquier embate, integrada en nuestra cotidianidad como algo natural, indestructible y eterna. Como Europa. Las llamas que al final de la tarde primaveral de París comenzaron a consumir, primero, la visible, bella y desafiante aguja hasta romperla y -como dijo un comentarista de la televisión española, "caer para clavarse en cada uno de nosotros"- nos han despertado a la realidad, a la fragilidad de todo, a lo efímero que puede ser toda construcción humana, sea material, espiritual o política.
Nos han demostrado de nuevo -como ya ha ocurrido antes en el Viejo Continente- que basta una chispa para que, si encuentra el momento y el ambiente propicio, se venga abajo en instantes algo que creímos permanente, que tal vez no supimos cuidar suficientemente o con la fuerza debida; que desatendimos en aspectos, aristas, ángulos y riesgos, que han traído estas consecuencias.
Es lo que está pasando ahora mismo con la Europa comunitaria. La catedral europea -la Unión Europea- no es eterna ni indestructible -como Note Dame- y tiene aristas, ángulos, situaciones, desatendidas, especialmente en lo social y en la convivencia, porque hemos vivido 70 años con la ilusión de continuidad y hasta cierto punto en el acomodo, capeando corajudamente épocas de europesimismo y euroesclerosis, construyendo una catedral de los derechos humanos, cultura e integración, y por eso mismo creyendo en la indestructibilidad del ser europeo contemporáneo, erigido -como Notre Dame- durante siglos, para admiración del mundo, y un referente para América Latina.
El incendio del lunes, inicio de la Semana Santa, es una señal inequívoca, una alerta, una advertencia, y a la vez una oportunidad dramática para que nos demos cuenta que debemos cuidar hasta en lo más mínimo lo que tenemos y queremos. La reacción popular, la manifestación de unidad en todas partes, es también una señal de optimismo a aprovechar. Los bomberos afirman que el incendio está controlado, y se salva la estructura. Los líderes anuncian de inmediato el camino de la reconstrucción. No esperemos a que la catedral europea pase por lo mismo, por el bien de sí misma y del mundo. Notre Dame ha sido una advertencia. ¿Será verdad que Dios a veces escribe con letra torcida?