La UE es la primera potencia comercial del mundo, el primer importador mundial de alimentos, es responsable del 50% de toda la Ayuda Oficial al Desarrollo global, y en el caso de América Latina y el Caribe es la primera fuente de inversiones (la UE invierte en ALC más que lo que invierte en China, India y Rusia juntas), es el segundo/tercer socio comercial, y cuenta con una red de acuerdos de asociación política, libre comercio y cooperación con Chile, México, Perú, Colombia, Centroamérica, Panamá y el Caribe. Negocia similares acuerdos con el Mercosur y Ecuador, y mantiene acuerdos de cooperación con Cuba y Bolivia.
En estos días la UE celebra sesenta y ocho años de la “Declaración Schuman”, considerado oficialmente el momento en que se dio inicio al proceso de integración del Viejo Continente. Este proceso se ha desarrollado ininterrumpidamente hasta hoy, pese a haber vivido algunas graves crisis y tensiones, pasado por períodos de euroescepticismo, y haber encajado políticamente acontecimientos tan cruciales como el fin del imperio soviético, la caída del Muro de Berlín, la unificación de Alemania y guerras en su entorno más cercano. Hoy enfrenta desafíos fundamentales, como el empleo en la nueva economía, la competitividad, las migraciones y la seguridad.
La integración europea debería ser motivo para la reflexión por estos lados, sobre las dificultades que encuentra la integración en nuestro propio continente, incluidos los condicionamientos que producen posiciones ideológicas irreductibles y pleitos vecinales más que centenarios en distintas partes de la región.
La paz como objetivo primordial, a través del desarrollo, siendo entonces la integración un proyecto político, con una base económica, centrado en la cooperación. Es muy notable comprobar que el 9 de mayo de 1950, aún en medio de la destrucción, la muerte y los traumas de la II Guerra Mundial, el ministro francés de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, se atreve a proponer para Europa una forma de “solidaridad de hecho” específica, cuya concreción haría imposible una nueva guerra, porque “la agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada”.
Ya en el siglo pasado, Víctor Hugo había hecho un llamado a la unidad de Europa, y Churchill, en 1946, solo un año después de terminada la guerra, pedía en un discurso en la Universidad de Zurich la creación de los “Estados Unidos de Europa”.
La base de este audaz proyecto, radicaba en el convencimiento de que, para asegurar la paz en el continente, era preciso crear “solidaridades concretas”, de tal modo que, poniendo en común recursos, capacidades y cediendo porciones de soberanía, era posible una convivencia entre los antiguos e históricos rivales, cuyo dividendo para todos sería la reconstrucción, la seguridad alimentaria y el desarrollo del continente. Se trataba de integrar y poner las industrias del carbón y del acero de Alemania y Francia bajo una autoridad común, de regiones que se habían dedicado a la fabricación de armas “de las que ellas mismas han sido las primeras víctimas”. De ese modo, “cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resulta impensable, sino materialmente imposible”.
Conocido como el “Plan Schuman”, inspirado por el consejero económico del gobierno de Francia, Jean Monnet, y concordante con las ideas de otros grandes líderes europeos, como Churchill, De Gásperi, Adenauer, Spinelli, Spaak, la idea de una Comunidad Económica del Carbón y del Acero fue de inmediato recogida por los países del Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo), Italia, Francia y Alemania, constituida por los seis un año después, considerada el embrión de la Unión Europea. En 1957, estos mismos seis, firmaron los Tratados de Roma, creando la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EURATOM).
Este proceso ha evolucionado hasta la actual Europa Comunitaria de 28 países. De no mediar alguna nueva circunstancia, pronto serán 27, por el retiro del Reino Unido. No obstante, el Brexit, que se produce precisamente cuando los líderes y las instituciones europeas están en un profundo proceso de reflexión y ajuste del proyecto comunitario, para resituar a la UE en la era digital y de la competitividad propia de la Cuarta Revolución Industrial, lejos de significar un motivo de parálisis, ha sido en cierto modo un revulsivo que ha hecho cerrar filas a los 27, y es probable que incluso la UE se amplíe próximamente, ya que hay al menos otros seis países que están en diferentes etapas de preparación para ingresar al bloque. En su proceso de reajuste de perspectivas y programas, la Comisión Europea acaba de dar un significativo paso en la línea de fortalecimiento de su competitividad global y creación de empleos, al proponer para el período 2021-2027 un incremento del 30% en su programa de investigación e innovación “Horizonte Europa”, más el “Erasmus+” de movilidad universitaria. Hay que tener en cuenta que estos programas, como el actual Horizonte 2020 y el Erasmus+, tienen un componente importante de cooperación internacional, en el que tienen cabida proyectos conjuntos con América Latina y el Caribe, que nuestras universidades deben ser capaces de proponer y gestionar.
La relación ALC-UE es de larga data, pero adquirió mayor organicidad y dinamismo a partir de la Cumbre de Río de 1999, creando una “asociación estratégica” entre ambas regiones. Siete cumbres de jefes de estado, reuniones de ministros y altas autoridades han hecho avanzar el proceso. Pero ahora se ve complicado por la crisis que afecta a CELAC y otras instituciones de integración latinoamericanas, al punto que la VIII Cumbre que se debía realizar en 2017 ha quedado suspendida sine-die, un hecho que es primera vez que ocurre en casi veinte años de asociación. Es de esperar que en nuestra región logremos resolver estas dificultades, ya que lo que la asociación estratégica con la UE lo que requiere de nuestra parte es que tengamos una interlocución única y estable, única forma de seguir desarrollando la relación.