“Un fantasma recorre el mundo: el dinero en su condición inmaterial, electrónica, carente de forma y figura. Acecha por todo el globo terráqueo durante el día y también por la noche; no reconoce las fronteras nacionales, ni las estaciones del año” (Jack Weatherford, antropólogo, en su "Historia del Dinero").
Desde hace algunos pocos años, en ciertos círculos sociales, en los financieros, sobre todo, así como entre algunos académicos y medios de comunicación de todo el mundo, se viene hablando con cierta fascinación sobre las criptomonedas (que también podemos llamar monedas digitales, monedas electrónicas, dinero telemático, dinero virtual, etc.). Se trata de una novedad tecnológica seductora y de enorme potencial económico que comienza a ser objeto de especulación en los mercados financieros, pero que en rigor aún no cumple simultáneamente con las tres funciones básicas del dinero: medio de cambio, unidad de cuenta y depósito de valor y, por supuesto, que no tiene aún un curso legal.
La historia milenaria del dinero ha incluido un montón de objetos hoy inimaginables: piedras preciosas, conchas de cauri, plumas de aves exóticas, semillas de cacao, cobre, sal, ganado, esclavos, etcétera. Todos ellos fueron usados en diferentes civilizaciones antes de llegar al oro y la plata, y muchísimo tiempo antes de emplear el llamado dinero fiduciario: monedas y billetes, tal y como los conocemos y usamos actualmente en las economías modernas.
El dinero fiduciario es aceptado por las personas y las instituciones financieras de cada país porque hay confianza indudable en él (valga la redundancia) y porque su emisión está controlada por los bancos centrales; y hay consenso en que ésta es su misión primordial, pero no única: mantener estable su poder de compra, además de procurar el crecimiento económico. Es decir, estos institutos monetarios procuran (no siempre con éxito) que se mantenga la estabilidad monetaria y, si hay suerte, que por esta vía las economías registren mayores niveles de empleo. Pero esta ardua labor de regulación y estabilización va más allá del “efectivo”, sino que incluye indirectamente a muchos instrumentos financieros que se han inventado para mover y generar más riqueza material en las naciones, además de que permiten la especulación (comprando barato y vendiendo caro) y así obtener ganancias rápidas y relativamente fáciles. Así, nos guste o no, la codicia y la avaricia siempre han sido ingredientes innatos en la operación normal del capitalismo.
El capitalismo regulado (el realmente existente, no el de las fantasías ultra liberales) funciona menos complicadamente sin inflación alta y con una cierta dosis de estabilidad financiera, siendo ambas dificultosas de conseguir y, aún más, de mantener por largos años. Y para este delicado propósito los bancos centrales ponen meticulosamente atención en todos y cada uno de los activos que continuamente entran en los mercados financieros, dado que llevan en su ADN un riesgo potencial: pueden llegar a desestabilizar lo ya conocido y controlado en dichos mercados. Se requiere entonces un cierto plazo para que las nuevas divisas o activos, de cualquier naturaleza, tengan reconocimiento oficial, es decir, “carta de naturalización”, la cual pasa por regulaciones y normas de diversa índole.
En este sentido, hay que reconocer que las criptomonedas existen y funcionan aún como activos financieros no monetarios (como los bonos y las acciones), de emisión libre y son toleradas en muchos países (aunque en algunos están abiertamente prohibidos), pero todavía sin control alguno por los bancos centrales. Los restringidos circuitos en los que se mueven se presentan como instrumentos propicios para la especulación, muy lejos de ser dinero “contante y sonante”. Su libre emisión es privada, pero su circulación comienza a tener vínculos peligrosos con el sistema financiero establecido. Se habla de que hay centenares de criptomonedas (700, dicen algunos desenfadadamente), donde destacan la Bitcoin (muy especialmente), así como Etherum, Ripper, Namecoin, Peercoin, Freecoin y algunas otras más. Todas ellas son intangibles, por su naturaleza digital, hechiceras frente a una buena cantidad de observadores curiosos que se azoran con los muchos neologismos que surgen entre las crípticas comunidades virtuales que se benefician de su existencia evanescente.
Parece que la fascinación que las envuelve tiene que ver más que nada por el hecho de que estos activos son una construcción digital basada en tecnologías “de cadenas de bloques” (blockchain) que las hace intangibles, sin costos de emisión y, hasta ahora, operando sin carga tributaria alguna, a la vez que, en general, no funcionan abierta y masivamente como medios de cambios y unidad de cuenta (excepto en nichos de mercado que son relativamente insignificantes, aunque usted no lo crea). Otra propiedad es que sus emisores y usuarios no enfrentan costos de transacción puesto que no hay intermediación entre ellos. Hay que decir, por lo tanto, que su función especulativa no es lo novedosa sino el origen digital que de entrada nos conduce como a un mundo de ciencia ficción -tipo Isaac Asimov-, donde fungen como depósito de valor, lo cual por sí mismas no las hace dinero, dada su definición clásica entre los economistas.
El mercado de las criptomonedas es inestable y tremendamente volátil, además de que hay en él un notorio grado de concentración oligopólica. Vale sostener que por ello este mercado es sumamente riesgoso; no se salva -obviamente- de tener burbujas que se revientan, como cualquier otra burbuja, inesperadamente; esto ya sucedió a principios del 2018. Hay que decir, creo, que como cualquier instrumento financiero más o menos sofisticado, no es para inocentes neófitos, pero sí para expertos “tiburones” que pueden intuir turbulencias amenazantes y también oportunidades de ganancias en cosa de segundos. Vale sospechar que los montos de los valores que se mueven en ese mercado son incuantificables, lo cual es esperado dada su opacidad. Sin embargo, las estimaciones que se encuentran al respecto son frecuentes, pero poco confiables.
Hace unos cuantos días, el nuevo director del Banco Internacional de Pagos (que coordina a todos los bancos centrales del mundo), Agustín Carstens (ex gobernador del Banco de México), expuso de modo tajante que las criptomonedas deben ser controladas por los bancos centrales para garantizar “un campo de juego parejo y sistemas de pagos funcionales, así como salvaguardar el valor real del dinero”. Enfatizó en que, si su “única justificación” es por su uso en transacciones ilegales, los bancos centrales deben se vigilarlas, ya que utilizan “la infraestructura del sistema financiero establecido”. Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, por esos días igual se fue por la misma línea que Carstens. Un banquero del banco J.P. Morgan no se anduvo con rodeos: calificó a las Bitcoin, por ejemplo, “como un fraude”.
Si hay actualmente una fiebre financiera por las criptomonedas, que es un activo especulativo, pero que no es dinero, podemos prever que tarde o temprano éstas serán asimiladas y reguladas por los bancos centrales y otras instituciones del sistema financiero. Su formalización es inevitable, pero no fácil en el corto plazo. Lo que hoy les preocupa a todos los banqueros (centrales y privados) es que por ahora ellos están casi como simples testigos, legalmente fuera de la jugada de las monedas digitales. Su principal preocupación no es que la invención financiera sea riesgosa y virtual, sino que por su origen y evolución ellas han estado por ahora fuera de su corral.
En México ya está avanzado el plan para regular el mundo financiero digital (que no nos remite únicamente a las recónditas criptomonedas): la “Ley para regular las Instituciones de Tecnología Financiera” (Ley Fintech), ya aprobada en el Senado y en unos meses más, quizá después de las elecciones presidenciales del 2018, se discutirá (es un decir) en la Cámara de Diputados. Por la vía legislativa se pretende institucionalizar este nuevo activo para darle instrumentos de control y regulación al banco central. Se espera así que las 239 empresas ahora dedicadas a las finanzas electrónicas tengan un marco legal que les permita crecer sin la mirada suspicaz de los organismos reguladores que existen.
Concluyo esa nota volviendo a citar a Jack Weatherford, que magistralmente sentencia: “La historia ha demostrado repetidas veces que ni el gobierno ni el mercado por sí solos son capaces de regular el mercado el dinero”. Sugerente tesis provocadora en estos tiempos de activos financieros cibernéticos que vivimos.