En su autobiografía, la antropóloga afroamericana, Zora Neale Hurston, escribe que “ya no tiene sentido, con pocas excepciones, preguntarle a la gente qué piensa pues, en lugar de ello, lo que va a escuchar de regreso es lo que desean.” Así estamos hoy en día en México: avanzando preferencias y deseos en lugar de construir oportunidades y posibilidades.
El asunto no es de preferencias, sino de las políticas que podrían llevar a lograr tasas mucho más elevadas de crecimiento y desarrollo con equidad. La concentración de poder no es buena ni mala en sí misma, porque igual puede llevar a la creación de condiciones propicias para un desarrollo más equilibrado que a una nueva hecatombe política o económica.
Para comenzar, el crecimiento depende de la inversión y ésta no está creciendo. El problema no comenzó ahora, sino desde 2016 cuando, en su campaña, el hoy presidente Trump amenazó la permanencia del TLC norteamericano. Esa amenaza era -y sigue siendo- mucho más grave de lo que generalmente se aprecia, porque el factor medular de la inversión privada en el país a lo largo de las últimas tres décadas ha sido ese tratado, al crear un marco de certidumbre política, legal y regulatoria para la inversión.
Un gobierno puede ser duro o suave en su forma de conducirse, pero no puede obligar a la población a ahorrar, consumir o invertir. Esas acciones ocurren cuando una persona lo decide voluntariamente en el contexto económico y político en que se encuentra. El contexto determina la propensión del ciudadano -en su calidad de ahorrador, empresario, inversionista o consumidor- a contribuir al desarrollo y eso depende enteramente de los factores que afiancen su confianza en el futuro. Esto es exactamente igual para una familia considerando la adquisición de un refrigerador, para un trabajador que contempla la compra de una bicicleta para ir más rápido a su trabajo o para un megaproyecto industrial. La razón por la que el TLC fue tan importante no radica en su contenido técnico, sino en la certidumbre política que entrañaba.
Un segundo componente de la inversión es el gasto público. Parte de la razón por la que la economía mexicana crece tan poco, especialmente en el sur del país, es la falta de inversión pública, sobre todo en infraestructura. Una empresa no se puede instalar donde no hay carreteras, vías férreas, puertos y servicios confiables (como electricidad, agua y drenaje y, obviamente, seguridad) en condiciones adecuadas. Además de los obstáculos políticos y sindicales que plagan al sur del país, se encuentra una infraestructura sumamente vieja, inadecuada e insuficiente. Sucesivos gobiernos han optado por gasto público corriente, recortando el gasto de inversión, con lo que han condenado al país a bajas tasas de crecimiento. El gobierno actual sigue la misma estrategia: aunque está cambiando los rubros de gasto (reduce los salarios y programas para construir clientelas), la ausencia de inversión pública es la misma. El resultado no será distinto y podría ser peor.
La inversión privada podría substituir a la pública en muchas instancias, pero aún esas posibilidades han sido truncadas, como ilustra el caso del aeropuerto de la ciudad de México. Esa obra prometía ser un polo de atracción de otras inversiones y servicios, creando nuevas fuentes de crecimiento y empleo. Lo relevante es que su cancelación, además del mensaje que envía, va a ser costosa por lo que hay que pagar a cambio de nada, a la vez que constituye un exorbitante costo de oportunidad: es equivalente a toda la infraestructura que no se construye en el sur del país. Todavía peor sería dispendiar billones de dólares en una refinería que no se requiere, que no crea riqueza o empleos y que no contribuye a atraer inversión privada: es una pifia de incalculables consecuencias. Es, sobre todo, un pésimo uso de recursos escasos y, como dicen los economistas, sin efecto multiplicador.
Al inicio de los ochenta, el país entró en una crisis de deuda que sometió a la economía, y a la sociedad, a más de una década de inestabilidad, inflación e incertidumbre. La deuda abrumaba cualquier proyecto u oportunidad porque impedía cualquier acción o inversión. Todo estaba paralizado y cualquier circunstancia empeoraba el panorama, como ocurrió con el sismo de 1985. Al final, la salida se encontró en la construcción de instituciones que se convirtieron en fuentes de confianza y estabilidad, como los organismos autónomos -de competencia, el IFE, los de energía y telecomunicaciones- hasta llegar al TLC. Cada uno de estos elementos -unos mejor estructurados, otros más costosos, pero todos orientados en la misma dirección- acabaron construyendo estabilidad política y dándole viabilidad a la inversión y, con ello, crecimiento a algunas regiones del país.
Las carencias son evidentes, pero no se puede avanzar ignorando los factores que hacen, o harían, posible el crecimiento. Es evidente que se requieren muchos ajustes y correcciones, para lo cual el gobierno actual cuenta con una legitimidad que, todo indica, va a desperdiciar, una vez más. Peor, destruir los factores que han favorecido la estabilidad y la inversión es autodestructivo y, a final de cuentas, suicida.