“Si se redujera el 10% del coeficiente intelectual de los abogados tributaristas, el Producto Bruto Interno (PBI) se incrementaría en 1%”. Si la memoria no me falla, escuché a Richard Epsteinafirmar esto hace más de 10 años.
Según Epstein, los tributaristas estatales usan su inteligencia para diseñar leyes para cobrar más impuestos. Pero los abogados tributaristas privados usan su inteligencia para encontrar formas de organizar las actividades de sus clientes para escapar a la norma. Entonces, los abogados del Estado encuentran la forma de volver a capturar esas conductas como supuestos que paguen impuestos en una nueva ley. De nuevo, los privados encuentran la forma de evadir el impuesto. Y ello se repite una y otra vez.
La consecuencia es obvia: las normas tributarias cambian todo el tiempo y se multiplican en número y complejidad. Leerlas parece descifrar un jeroglífico sin tener a la mano la piedra de Rosetta.
Este ejercicio eterno, sin embargo, no es productivo. Se trata de un juego redistributivo en el que el dinero pasa del bolsillo de los contribuyentes a las arcas del Estado para regresar luego a los contribuyentes para que al siguiente cambio legislativo retornen al Estado. Mientras tanto, una parte del dinero se queda en los bolsillos de los tributaristas. Este interminable proceso incrementa los costos sin producir riqueza. Es como empujar una roca a la cima de una montaña para lanzarla por la pendiente solo para volverla a subir.
El intento de implementar leyes antielusión es solo un nuevo capítulo de este juego de desperdicio sin fin. Y solo durará hasta que el próximo año se descubra que la norma fue evadida por la inteligencia de los tributaristas.
Pero el fondo de la historia es aún peor. El Estado trata de elevar la presión tributaria porque la plata no le alcanza. ¿Y por qué es eso? Porque gasta demasiado. Por eso usa su poder para aumentar sus ingresos. No lo hace para mejorar su gestión, sino para cubrir su ineptitud. Ello traslada recursos del privado al Estado. Luego los gasta mal en una estructura ineficiente, despilfarradora y corrupta, muy distinta a la que se ve en la publicidad de la Sunat, dirigida a crear “conciencia” tributaria (habrá que ver bajo qué acepción de la palabra “conciencia”). En ella que se ven lindas carreteras, colegios y hospitales con niños sonrientes que se parecen más a los que vemos en Alemania que a los que vemos en el Perú.
Este traslado de recursos significa una pérdida inmensa de eficiencia. Si una empresa reinvierte en su actividad productiva, o sus accionistas gastan en consumo sus utilidades, ello suele incrementar la productividad de la economía y empujar el crecimiento. Pero si el dinero pasa al Estado y lo desperdicia en gasto superfluo, corrupción o sueldos de funcionarios que no producen nada, el resultado es una pérdida económica. Más que en tributaristas, el Estado debería invertir en técnicos que le enseñen y hagan reformas para gastar menos y mejor. Con ello se reducirán los impuestos y crecerá el PBI y el bienestar.
*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.