La cosa empezó de a poco. Tomó impulso y creció sin que nadie se diera cuenta y, de repente, se ha convertido casi en un tsunami.
Esos democráticos restoranes con mesa compartida, en los que hay que pagar para sentarse con desconocidos, se han puesto tan de moda en Estados Unidos y los países ricos de Europa que hoy son la norma más que la excepción. Más del 80% de los nuevos restoranes informales o semiformales que se abrieron en 2014 en EE.UU. tienen al menos una mesa compartida, según Chipman Design Architecture.
Los dueños de estos restoranes dicen que la moda fue impulsada por la demanda. Que en Nueva York, Chicago o Los Angeles, las tres ciudades de EE.UU. con mayor número de mesas compartidas, hay cada vez más gente que vive sola y come sola, y que esos clientes piden a gritos mesas comunitarias. No es casualidad que el portal de internet para quienes comen solos,www.solodining.com, tenga el mejor directorio de restaurantes con mesa compartida del país y que ponga en primer lugar a esas tres ciudades.
La moda puede haberse impuesto en los restaurantes trendy de Nueva York o Los Angeles, pero su origen es mucho más modesto. Estudiantes y trabajadores comparten mesa en los comedores y cafeterías de la escuela, la universidad y la oficina. Y allí el primer objetivo de las mesas compartidas es económico: hacer entrar el mayor número posible de gente en el menor espacio posible. Lo mismo ha sucedido desde siempre en los restoranes rurales: una o dos mesas grandes reciben al esporádico visitante.
La primera vez que vi restoranes con mesa compartida fue hace demasiado tiempo, en esa nostálgica película de Etore Scola, Nos Habíamos Amado Tanto . No sé si eran la Stefania Sandrelli y Vittorio Gasmann que se hacían hueco para sentarse entre mucha gente en una larga mesa romana donde todos comían tallarines. En mi primer viaje a Roma, veinte años después, aprendí el magnífico nombre de esos restoranes: tavola calda, mesa caliente. Seguían siendo baratos y democráticos como en la película, para gente que no tenía plata para mesa exclusiva o mantel largo.
Las mesas comunitarias de hoy tuvieron también origen proletario: comenzaron a brotar en Nueva York en 2008 y 2009, al comienzo de la última gran recesión norteamericana. Pero la necesidad de achicar espacios, y de hacer caber en ellos más gente, se combinó con la abundancia de neoyorquinos solteros y solos buscando hablar con desconocidos. Fue la tormenta perfecta. Las mesas comunes se convirtieron en moda y ya sabemos lo que pasa cuando algo se pone de moda en Nueva York. El boom ha sido global. Hay cada vez más restaurantes con mesas comunitarias en Houston y en Miami, en Londres, Roma, en Berlín y en una infinidad de etcéteras.
La moda ha llegado también a casi todas las capitales latinoamericanas. En Sao Paulo reina un restaurant de mesa compartida que ofrece cocina colombiana llamado Sabores de Mi Tierra. Dos de los más conocidos en Ciudad de México son La Fonda Margarita y El Jardín del Pulpo. En Santiago de Chile, Ruca Bar y Rendebú Underground la llevan. Y dos buenos representantes bogotanos son El Piqueteadero y El Chorote.
Pero en esta región no se ve el auge de mesas compartidas que hay en Estados Unidos o Europa. Quizá la tradición cultural de los países del norte sea más arraigadamente democrática o quizá sea mayor allá la soledad. El caso es que en América Latina la gente prefiere siempre rodearse de gente conocida.
Tal vez por eso, en las ciudades de América Latina, las mesas compartidas funcionan en restaurantes más caros y exclusivos, donde el precio y la decoración ahuyenta a las masas y seducen a los happy few. En Buenos Aires --el mejor ejemplo--, es grito y plata la Casa Saltshaker, un restorán en el Barrio Norte que acepta a un máximo de 12 comensales por noche en una mesa común.
Escribir de comida me ha dado hambre y salgo a buscar almuerzo. Me detengo frente a Hillstone, un restorán con barra mesa comunitaria en el downtown Coral Gables. Entro a un espacio que se ve feliz, donde todos conversan con todos, donde todos se ven bien y parecen sentirse bien. Abro el menú, 20 dólares una ensaladita. Too much. Me levanto medio avergonzado y camino hacia el norte por Ponce de León. Veo un comedero japonés con mesa comunitaria que se ve más democrático. Entro, me siento en la mesa grande, pido almuerzo, me llega, empiezo a comer.
Media hora después sigo solo en la proletaria mesa común, mientras la aristocrática está que arde. Pero claro, pienso. Se me había olvidado que Miami está en América Latina.
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LA RECETA
Tallarines asados
INGREDIENTES
250 gramos de tallarines crudos, cortados en tres tercios.
Un huevo
Media taza de leche
Media cucharadita de sal
Un cuarto de kilo de carne molida
Una cebolla picada
Un cuarto de taza de pimiento verde picado
Un pote (400 gramos) de salsa de spaghetti sin carne)
Un tarro (250 gramos) de salsa de tomate
Dos tazas de queso mozzarella molido
PREPARACIÓN
Precaliente el horno a 350° mientras cocina los tallarines siguiendo las instrucciones del paquete. En un recipiente hondo, bata el huevo con la leche y la sal. Cuele los tallarines y pongalos en el recipiente con la mezcla de huevo, leche y sal. Vierta el contenido del recipiente en una fuente enmantequillada. Cocine en un sartén hondo, a medio fuego, la carne con la cebolla y el pimiento verde hasta que la carne se vea cocida. Cuele la mezcla , regrésela al sartén y vierta encima la salsa de spaghetti y la salsa de tomate. Con una cuchara de madera, esparza la salsa para que cubra tdotalmente los tallarines. Ponga la mezcla a asar durante 20 minutos. Espoloréele el queso. Ponga la fuente en el horno unos diez minutos más, hasta que el queso se haya derretido. Espere diez minutos antes de cortar y servir. Alcanza para ocho personas.